Piedras
para López Cuadras
Eduardo
Antonio Parra
Como buen
observador de las costumbres urbanas, campestres y pueblerinas, antiguas o
recientes de su Sinaloa natal, Cesar López Cuadras (sin acento, supongo que a
causa de la ortografía de quien redactó su acta) no dejaba de divulgarlas en
pláticas de cantina, clases de literatura o en sus narraciones y novelas,
tratando siempre de extraerles, además de sus significados profundos, los
aspectos humorísticos que revelaban lo menos solemne de la idiosincrasia regional.
Su intención, por supuesto, era dar a conocer los orígenes de una personalidad
colectiva y reírse de ellas cuantas veces se pudiera; es decir, aprender a
reírse de su gente, que es lo mismo que reírse de sí mismo. En sus palabras
esas tradiciones devenían historias concretas, relatos sabrosos que los oyentes
recibíamos con risas entre un trago y otro de cerveza y a los que por lo
regular respondíamos con la recomendación “deberías escribir eso”, sin saber
que muchas veces la anécdota en cuestión ya ocupaba algunas páginas de su
novela en proceso entonces, o la trama completa de algún cuento próximo a
publicarse.
Pocos
narradores he conocido que, tan fácil, sepan envolver en un carácter regional a
los protagonistas de sus obras sin por ello restarles la individualidad
necesaria para distinguirlos de los demás. Pocos he conocido, también, con un
sentido del humor tan genuino y sincero que, no obstante, pueda desvanecerse en
un momento para dar paso al drama o a la tragedia, según lo requiera la historia
que se cuenta.
Pero
entre las tradiciones sinaloenses que siempre han llamado mi atención hubo una
que no recuerdo haber comentado con él en los casi catorce años que fuimos
amigos: la de ir levantando un túmulo de piedras donde se ha enterrado a un hombre
–o donde cayó muerto– como muestra de respeto y homenaje. Es cierto, esta
costumbre está bastante difundida en el planeta y, según algunos, tiene su
origen en la cultura hebrea, como bien puede apreciarse al final del filme La lista de Schlinder; pero al menos en
México sólo he escuchado de ella en Sinaloa y Baja California, donde en Tijuana
ocurrió con Juan Soldado, a cuyos fieles esas mismas piedras les sirvieron para
construir su santuario. Incluso Élmer Mendoza alguna vez me comentó que, de
niño, cuando iba a nadar al río en Culiacán, al pasar por el sitio donde se
supone que fue ahorcado Malverde, él y sus amigos también dejaban sobre el
túmulo su pétrea ofrenda al bandido legendario, justo en el sitio donde después
fue levantada su primera capilla.
Sí,
nunca conversé con López Cuadras acerca del asunto. Pero ahora que ya no se
encuentra entre nosotros y que Ediciones B publicó de manera póstuma su novela Cuatro muertos por capítulo, me
encuentro en la página 36 con el siguiente pasaje, en el monólogo de un niño de
la sierra que con el tiempo se convierte en narcotraficante:
Y
ahí está la Casa Vieja, que ya nomás son unas cuantas casas medias caídas y sin
gente, con los corrales llenos de portillos, y cuando pasamos por ahí, mi apá
agarra una piedra y la tira en un montón de piedras que ya mero tapa una cruz
de palos muy viejos, chueca y sin nombre, y que el montón de piedras ha ido
poniendo de lado. Quién era, le pregunto a mi apá; y él se queda callado
mirando la cruz, y al cabo de un rato me dice: Un cristiano. Se pega una
santiguada y sigue el camino sin acordarse de echarme por delante. Yo también
pongo una piedra en el montón y me doy mi santiguada, porque luego dicen que,
si no echa uno la piedra, el difunto lo va a tomar a mal y hasta pueque te eche
la maldición. Yo no sé nada, nomás lo hago porque no vaya a ser, y pego una
carrerita para alcanzar a mi apá, y sin que me diga nada me le pongo delante. Y
ai vamos.
Acaso López
Cuadras haya sido uno de los primeros narradores en advertir que, entre todos
los “méxicos” que coexisten en nuestro territorio nacional, el del noroeste –y
en especial el sinaloense– es uno de los que conservan atributos culturales más
peculiares y desconocidos en el resto del país. Por eso no sólo se propuso
incorporar a su obra narrativa las características del lenguaje, como han hecho
otros escritores paisanos suyos, sino también los rasgos históricos y
geográficos que han ido conformando la identidad de quienes habitan esas
regiones. Esto resulta claro desde la publicación de su primer volumen de
relatos La primera vez que vi a Kim Novak,
que data de 1996, hasta las novelas Cástulo
Bojórquez, de 2001, y ahora Cuatro
muertos por capítulo, de 2013.
En
sus primeros cuentos ya se hallan presentes las características que
permanecieron a lo largo de su obra, sobre todo un sarcasmo furioso que permea
la visión con que observa la realidad circundante, sarcasmo que en ocasiones se
transforma en fina ironía cuando narra la historia a través de la mirada o el
recuerdo de la niñez, como en el relato “La primera vez que vi a Kim Novak”,
donde el erotismo infantil se enreda con el humor para dotar a la historia de una nostalgia risueña
que no hace sino dar mayor contundencia a la recuperación de la memoria. O como
en “El león que fue a misa de siete”, donde consigue transformar una anécdota
real –que en su momento aterrorizó a toda una población– en una suerte de
comedia burlesca que pone de manifiesto las limitaciones de la vida pueblerina.
Aunque
también escribió relatos urbanos, a Cesar le gustaba situar sus historias en
pueblos pequeños y rancherías serranas, razón por la cual su obra fue
malinterpretada en varias ocasiones por críticos que quisieron encajonarlo en
el costumbrismo. Nada más alejado de la escritura de este autor. Si bien López
Cuadras, como lo dije líneas arriba, no eludía plasmar ciertas costumbres
regionales (principalmente si le resultaban humorísticas o dramáticas), la
manera en que estructuraba su material, las técnicas utilizadas para
presentarlo a los lectores y los diversos géneros en los que incursionó nos
hablan de un escritor adecuado a su tiempo, contemporáneo en todos sus
aspectos, incluso en ocasiones posmoderno, que dominaba el oficio con soltura
desde su primera publicación, La novela
inconclusa de Bernardino Casablanca, de 1993. Quizás ello se haya debido a
que su incursión en el oficio literario fue un tanto tardía, pues a pesar de
ser un lector consumado durante toda su vida publicó su primera novela pasados
los cuarenta años. Sin embargo, antes había dado a la imprenta varios volúmenes
de economía, lo que demuestra también su variedad de intereses.
Tal
versatilidad se advierte asimismo en su obra literaria. Abordó el género negro
en La novela inconclusa de Bernardino
Casablanca, donde uno de los personajes es ni más ni menos Truman Capote
después de publicar A sangre fría.
Los temas de la infancia y del pueblo son predominantes en La primera vez que vi a Kim Novak. Con Cástulo Bojórquez consigue lo que podríamos llamar una verdadera
“novela-corrido” al centrarse en la vida de un serrano sinaloense que pasa de
campesino a judicial, de ahí a matón y finalmente a víctima, después de breves
incursiones en el mundo del narcotráfico. En Macho profundo, de 1999, se aparta de sus temas habituales para
construir una verdadera farsa burlesca que intenta oponerse a las tesis del
feminismo (muy lejos de lo políticamente correcto, por supuesto). Y en Cuatro muertos por capítulo entra de
lleno en lo que durante los últimos años se ha dado en llamar “narconovela”,
con una historia familiar que trata de eludir el simple reflejo de la nota roja
para profundizar en el fenómeno de la formación de los grandes capos.
Cesar
López Cuadras murió por complicaciones de salud el pasado mes de abril. Su
muerte fue prematura, como todas las muertes. Sin embargo, además de las ya
mencionadas, dejó por lo menos otra novela inédita que pronto verá la luz en el
Fondo de Cultura Económica. Con su deceso quienes lo tratamos perdimos un buen
amigo, y la literatura nacional un escritor que aún tenía mucho que dar. Sin
embargo, se las ingenió para dejarnos en sus libros no sólo una visión distinta
de la realidad en que vivimos sino también esa ironía y ese sentido del humor
furioso y corrosivo que fueron el principal rasgo de su carácter, además de
todas esas historias y tradiciones que alcanzó a rescatar a través de la
escritura. Por eso me gustaría que desde el más allá considerara cada una de
estas páginas como una muestra de respeto y homenaje, igual que una piedra
puesta en su túmulo, con el fin de que, como él mismo lo escribió, no lo tome a
mal, y mucho menos me vaya a “echar la maldición”.