Por
conocer la vida
César López Cuadras
De habernos guiado sólo por su fina imagen de capitán de un barco
francés, nadie jamás en Topolobampo hubiera adivinado sus verdaderas
inclinaciones. Fue hasta mucho tiempo después de su llegada, y más bien cuando
partió para nunca volver, que nos enteramos con azoro de sus… ¿cómo decir?
Dejemos mejor que el propio relato vaya definiendo el perfil de nuestro
personaje.
Doce años después de que se le conociera como
grumete en un barco de la armada francesa que fondeó en la bahía durante la
invasión gala a nuestro país, regresó investido como capitán de una goleta que
merodeaba por el Golfo de Cortés traficando con bienes diversos. No nos extrañó
que reapareciera ejerciendo esos menesteres del todo ilícitos, aunque tan
ordinarios en la bahía, sino que su rostro de adolescente, sin haber sufrido
grandes cambios durante el tiempo de la ausencia, se adornara ahora con un
bigote que siempre nos pareció un tanto impropio para la tersura de su piel,
empeñada en desdeñar el paso del tiempo.
Emile de la Valière, su nombre, según dijo y que
nosotros sabríamos falso al correr del tiempo. El color de su piel correspondía
al de los habitantes de tierras septentrionales y armonizaba con su cabello,
rubio y un tanto largo, que gustaba apretar dentro de su gorra marinera.
Acostumbrados como estábamos a recibir marinos de toda laya, casi siempre
desarraigados del mundo que vagaban de puerto en puerto en busca de un golpe de
fortuna, no nos extrañó que la embarcación estuviera al mando de un personaje
tan singular, tan atípico, hay que decirlo, dentro del rudo club de los que
dominan el arte de cruzar los mares a vela. Sus maneras a pesar de ello,
emparentaban a la perfección con los enérgicos y hasta procaces modales al uso
entre los hombres de alta mar. Un capitán de quince años, dirán ustedes, y esas
historias ya nadie las cree. No. Un capitán, joven, sí, pero de particularidad inusitada
entre los de su especie. Veamos.
Lo distinguía la exquisitez de las mercaderías con
que traficaba. Telas y tapices de Oriente, prendas de vestir a la última moda
de París, bálsamos para enamorar, aromas para vencer y polvos restauradores de
la lozanía de los años primaverales podían encontrarse, entre muchas otras
maravillas, en el vientre de aquella nave afrodisiaca y que con celo de fenicio
el capitán realizaba ventajosamente entre una clientela adinerada y ansiosa
que, año tras año, esperaba su arribo a la bahía.
En cierta ocasión llegaron hasta la goleta noticias
sobre una distinguida dama de la región, vuelta celebridad por su proverbial
belleza, esposa de un poderoso hacendado del pueblo de La Higuera, a una
jornada de la bahía yendo a caballo. El capitán, como si sólo saciara una
curiosidad natural, demandó mayores detalles. Una anciana sibilina, que vivía
de generar expectativas de buenaventura a cuanto iluso la consultaba, atizó en
él un deseo insano por la mujer del hacendado asegurándole que, ante los de su
raza, no se sabía de mujer de por esos lares que se hubiera resistido a un
cortejo comedido, bajo la guía de su infalible consejo.
El capitán cayó en el embrujo, pues los trazos,
tonos y matices con que se le dibujaba a la hermosa mujer no hablaban sino de
una diosa perdida en esta apartada comarca de la tierra que incluso un
iluminado con lámpara divina se perdería en el intento de escapar al embeleso.
En la tersura de su rostro el paso del tiempo había sido incapaz de implantar
mácula alguna. Y la voz, ¡la voz! No existe en el mismo paraíso –le aseguró la saurina─ un ave con cuyo canto pudiera compararse: ¡ay de
aquél que le escuchase un ruego! Algo difícil de suceder, pues su dueño la
mantenía apartada del mundo en las habitaciones altas de una mansión de
perfiles amurallados, gruesa madera en los portones y herrería de calibres
presidiarios.
Como atendiendo a un designio inexorable, de la
Valière cargó una carreta con lo más selecto de sus mercancías y a lomos de un
caballo enfiló riendas hacia la casona del hacendado. El inventario de la
carreta había acomplejado a cierta reina africana que partió a tierras judías
con intención de visitar a célebre rey de Israel. Al arribar a su destino, el
capitán llamó al portón principal de la hacienda. El gélido recibimiento que se
le deparó sólo hacía previsible un fracaso rotundo de su empresa; mas no
alcanzó a arredrarlo y, comedido a la manera en uso en su país, pero valiéndose
de un castellano impecable, ofreció a la señora de la casa, intermediario de
por medio, un cúmulo de excentricidades que hubieran colocado al borde del
delirio a una mujer del común. Mas no a Elia María, quien se limitó a bajar de
sus habitaciones y agradecer la distinción de viva voz al visitante; hecho
inusitado en el pensar de la servidumbre, y del propio marido, quien, a pesar
de la extrañeza que le provocó el detalle, manifestó su agrado por la gentil
concesión.
El capitán no iba a desperdiciar ocasión tan
preciada. Obsequió al amo una caja de vinos franceses y, para la dama, una
mantilla de seda oriental. Al partir, sin mostrar desazón alguna por los magros
resultados de su visita, dejó en manos de don Justino, el hacendado, una
tarjeta, escrita de su puño y letra en estilizados caracteres, con el siguiente
mensaje:
Estaré en la bahía a sus distinguidas órdenes hasta el final del mes. No
tiene sino mandarme llamar.
M. Emile de la Valière
Marchandise d’ autre mère
Mediaba el mes de septiembre. El día veinticinco
arribó a la bahía un mensajero con una invitación a que el capitán visitara la
hacienda. En esta ocasión fue recibido como se acostumbra con los invitados
especiales, y la dueña dedicó una tarde entera a solazar la mirada en los
encantos de aquel caprichoso inventario traído hasta su tierra surcando mares
remotos. Con la habilidad del hombre de mundo, que encubre sus verdaderas intenciones
tras una cortina de comedido amaneramiento, de la Valière extrajo de un baúl,
como el azar, una botella de coñac y unas copas de cristal de Bohemia. “Se
advierte de inmediato que usted es una persona de buen gusto, y seguramente
sabrá apreciar esta delicia para el paladar: sólo para conocedores”, dijo
mientras servía y alargaba la copa a su anfitrión. Don Justino la tomó en su
mano ─era
inevitable─ y la llevó a los labios. Su rostro dio testimonio de complacencia.
Mientras tanto, y también como por mera casualidad, de un muestrario de
perfumes el capitán obtuvo un frasco diminuto y, en lo que pareció un
atrevimiento mayúsculo, tomó una mano de la señora de la casa y, sin más, colocó
la boquilla en la parte interior de la muñeca y ejecutó un medio giro, en el
que se involucraban, en un movimiento grácil, tres manos y un “pomito”. Así se
expresó Elia María, refiriéndose al pequeño recipiente, luego de liberar la
mano y llevarla a su nariz para embriagarse en aquella fragancia desconocida:
“¿Y cuánto vale este pomito?” Con otro gracejo amanerado de la Valière se
desentendió de la pregunta y continuó con su puesta en escena a la manera de
los magos de buena clase. Esa noche se le invitó a cenar.
La mañana siguiente ─se le había retenido en la mansión como si se
tratara de una añeja amistad─, luego de compras sustanciosas por parte de los
dueños, el anuncio de su partida se hizo sentir como la pérdida de un bien
encarecido y entrañable. Se dejó convencer de que permaneciera en La Higuera al
menos por un día más. Día de fiesta en la casona: se sacrificó un puerco para
la comida y un guajolote para la cena, reservándose el invitado el privilegio
de rociar los platillos ─el sazón regional─ con los mejores vinos de que podía disponer ─el toque de mundo. Partió por la mañana, y el
portón se cerró sólo cuando hubo desaparecido en el horizonte el último rastro
del polvo levantado por la reducida caravana. Al volver los ojos al interior
del inmueble, los patrones se interrogaron con una mirada que parecía clamar al
cielo: ¿y qué vamos a hacer en los años que nos restan de vida?
Aunque se despidió para siempre, de la Valière no
tenía verdaderas intenciones de zarpar, pero volvió a la hacienda antes del
tiempo y las razones que había previsto. Un huracán azotó las costas de norte
de Sinaloa y provocó algunos destrozos en el velamen de la nave, aún cuando se
le había arriado con oportunidad. Don Justino, ante una pregunta de su mujer
sobre cuál sería la suerte de la goleta y la tripulación, envió un mensaje a
Topolobampo a recabar noticias. No había gran novedad, sólo daños ligeros que
la tripulación podría reparar, aunque se precisaría de algunas semanas para
ello. Este golpe de la naturaleza abrió un espacio prodigioso para una especie
de solaz festivo y perpetuo en la hacienda. De la Valière no hacía sino
desplegar ante sus anfitriones el jovial encanto que de manera natural manaba
de su persona. De invitado fortuito pasó a huésped permanente, y los patrones,
ante la mirada de asombro de la servidumbre, se disputaban a todas horas la
compañía del capitán, quien no hacía sino sacar ventaja a su nueva posición.
En los momentos de calma y apartamiento, empero,
Justino comenzó a padecer cierto desasosiego, y no a causa de los celos que
pudieran asaltarlo, dadas las desmedidas atenciones que Emile y Elia se
prodigaban, no. Estas tribulaciones repentinas le venían de muy adentro, de una
parte muy íntima de su alma: lo perturbaban el rostro y la sonrisa del capitán.
Dios mío, qué me pasa, se interrogaba ya con algo de pesadumbre. Elia María, su
mesura de tótem aldeano, comenzó a ser víctima de los mismos padecimientos.
Apártate, Satanás, se sorprendió una noche murmurando estas palabras. Y
bastaron unos cuantos días para que la cama de diez años de amor plácido y
sueños reposados fuera trocándose en un lecho abrojoso, de ortiga, escocedura
del alma.
Durante las horas de la jornada iluminadas por el
sol, en cambio, los artificios del capitán deshacían todo atisbo de nubarrones
de tintes oprobiosos; y al atardecer se tornaba al festín gozoso, que ya
rondaba el desenfreno. En una de esas veladas de sobremesa, contemplando la
luna desde un portal de la planta alta y animados por el espíritu de un rossio, de la Valière los motivó para
que, juntos los tres, danzaran una tarantela cantada y palmeada por él mismo,
cual si se tratase de una febril francachela de briagos perdidos en los
callejones de una noche napolitana. Los sirvientes, desde las habitaciones de
la planta baja, se limitaban a escuchar los saltos sobre la duela y a mirarse
unos a otros con los ojos de una interrogación desmesurada y sin respuesta. Lo
único evidente para ellos era que a las habitaciones superiores las inundaban
una euforia rijosa e irrefrenable cuyo torrente arrastraba sin remedio a unos
patrones desconocidos.
Y danzaron y danzaron. También Justino, al demonio
toda reticencia. Y los tres a un tiempo, girar el círculo a la derecha y vuelta
a la izquierda, y ahora un abrazo, unidos los tres; y los rostros empapados en
un sudor resplandeciente frotándose contra la mejilla más inmediata. Y…, y…, y
el capitán besó a Justino en plena boca; y enseguida se volvió hacia Elia María
y posó en sus labios otro beso repentino, aunque de un modo abierto, pasional y
prolongado, que no quedó sin respuesta.
Y se detuvo la noche.
Elia María, víctima de un arrobo fulminante, con
los ojos cerrados para negar el mundo, hundió el rostro en el hombro de Emile
y, como si desfalleciera, quedó prendida de su cuello. Él la abrazó con su mano
izquierda, y con la diestra atrajo hacia sí al hacendado y volvió a besarlo. A
Justino le pareció beso de mujer y, por un momento de turbulencia, le
correspondió con arrebato… ¡No, no!, dijo de pronto, y se desprendió del
capitán, batiendo el aire con los ademanes con que se ahuyenta a un aparecido,
y abandonó el portal con pasos erráticos y sin destino.
Huyó a un apartado rincón de la noche, iluminado
por la luna, intentando restablecer las realidades trastocadas: ¡Dios mío, Dios
mío! ¡Esto es una locura! Pero una realidad nueva procuraba abrirse paso en su
mente ofuscada: Pero yo disfruté ese beso. ¡Qué me pasa, Señor! Y rumió a un
tiempo su ruindad y el regusto de unos besos pecaminosamente placenteros. Poco
a poco, empero, el fresco de la noche de octubre y el fulgor cenital de la luna
fueron sumiéndolo en un estado meditabundo del que, al cabo de un tiempo de
duración indeterminada, parecía emerger a un mundo nuevo: Soy así, desde niño
me lo decía mi nana. Se puso de pie con tanteo de sonámbulo; se frotó los
hombros, más que para darles calor, para protegerse del mundo, y enfiló sus
pasos hacia el interior de las habitaciones.
El portal de la cena lucía una desolación causada
por meteoro. En las lámparas se había extinguido la flama. Volteó hacia la
parte de las recamaras. Bajo el limen de una de las puertas, advirtió la suave
línea de una luz opaca. Hacia allá dirigió sus pasos. Al empujar, cedió el
batiente, silencioso, como si le esperara. Y bañados por el aura tenue de una
lámpara china, contempló dos cuerpos desnudos atrapados en un forcejeo
fatigoso: el de la piel morena y la cabellera oscura, dueño ahora de unos ojos
encendidos con un furor sin pasado, y el de la piel blanca rematado en una
larga cabellera rubia, que él no había advertido tan larga, y… ¡unos pechos de
mujer, más blancos que el rostro del capitán! ¡Sin bigote!..
Iluminación atroz.
El escaso orden que restaba al universo terminó por
derrumbarse.
Atónito, se desmadejó en el piso, a un costado de
la cama, en la que apoyó una mejilla para tirar al infinito una mirada en la
que podía contemplarse todo el desamparo del hombre. Pasados unos momentos,
vino a rescatarlo de aquel estado ausente la caricia de una mano conocida. Lo
acarició también una mano blanca, y luego las manos se duplicaron, más
solícitas, y lo elevaron a la altura de los cuerpos sabidos, a resucitar en un
orden nuevo en el que todo, sus dudas incluso, podía tener cabida.
Del libro Mar de Cortés, de César
López Cuadras. México: Ayuntamiento de Culiacán, 2009.