martes, 29 de enero de 2013

Para leer en la Owen... Grandes autores del Siglo XX


Vladimir Bartol, hashishini

Mauricio Molina

El esloveno Vladimir Bartol publicó en 1938 una de las novelas más memorables de la literatura balcánica: Alamut, que evoca la historia de Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña. La leyenda es concluyente y precisa: hacia el siglo XI  de la Era Común, Hasan Ibn Sabah (1056-1124) fundó la secta de los hashishini o comedores de hashís, para pelear contra los otomanos refundar el milenario Imperio Persa. Desde la cumbre de la montaña de Alamut (que significa “nido de águilas”), al norte de Irán, Hasan Sabah —llamado El Viejo de la Montaña— enviaba a sus asesinos (de ahí deriva la etimología de esta palabra) a cualquier punto del Oriente Medio con el fin de imponer su poder. Compañero y amigo del delicado poeta persa Omar Khayyam en la Universidad de Ispahan, Hasan Sabah había estudiado El Corán y se inició en el estudio de la filosofía, sobre todo del zoroastrismo: doctrina preislámica fundada entre los siglos VIII y XIV antes de la Era Común por Zoroastro (a quien Nietzsche tomara como modelo en Así hablaba Zaratustra). El zoroastrismo era la base religiosa y filosófica de la milenaria cultura irania y había sido erradicada después de la invasión de los otomanos. Por aquel entonces, había en Irán un grupo de seguidores del ismaeslismo, derivación islámica que combinaba la doctrina de Zoroastro con las enseñanzas de El Corán y que resistía la imposición religiosa de los sunitas otomanos apoyados por los califas de Bagdad.

La historia de Hasan, narrada por Bartol, tiene un profundo parentesco arquetípico con profetas como Moisés, Abraham, Cristo o Mahoma: hacia el año 1080, después de una revelación en el desierto de Arabia, Hasan Sabah fue enviado nada menos que por Zaratustra a El Cairo, donde habría de reunir a los ismaelitas persas en el exilio y conocería el secreto del hashís, cuya preparación, por  medio de una combinación de cannabis con otras hierbas, era capaz de producir en quien lo tomara visiones y alucinaciones placenteras.

Fue en El Cairo donde se hizo de un puñado de seguidores para hacer su recorrido de regreso a Persia. A lo largo de su travesía, Hasan fue reclutando discípulos en Alepo, Bagdad, Jerusalén e Ispahan. Diez años después de su salida de Egipto, y luego de vagar por las áridas llanuras y desiertos de Arabia y Persia, Hasan Sabah encontró finalmente el lugar que Zaratustra le había indicado para asentar su imperio secreto: la fortaleza de Alamut, instalada en la cumbre de una montaña, el nido de las águilas, cercana al mar Caspio. Desde ahí, el Viejo de la Montaña, sin ejército regular, sin nada más que un grupo de iniciados, habría de poner en jaque a los seguidores de los sunitas y terminaría haciendo añicos el Imperio otomano.

Los jóvenes hashishini eran enviados en secreto a lugares estratégicos, para ejecutar a los enemigos del Viejo de la Montaña, poniendo su vida de por medio. Algunas crónicas comentan que los enviados, intoxicados con la hierba, llevaban mensajes a los distintos califas y jeques, y se suicidaban frente a ellos abriéndose la yugular con un puñal, provocando con ello el más absoluto terror. Pero no basta el hashís para explicar un asesinato suicida: para lograr su cometido, el Viejo de la Montaña se sirvió de la más sutil y perfecta de todas las estrategias: la ilusión. Secretamente, Hasan Sabah hizo traer a su imperio a las mujeres más hermosas del Oriente Medio: armenias de piel blanca como la leche, afganas de piel aceitunada y profundos ojos azules, nubias de piel de ébano, griegas, hindúes, judías y cristianas. Estas mujeres permanecían ocultas en un palacio secreto y estaban destinadas al ritual iniciático de los hashishini: intoxicados por el hashís, Sabah los hacía llevar al harén bajo la promesa de que visitarían el Paraíso. Las muchachas, ataviadas con exquisitos trajes y rodeadas de frutos y de vino, atendían a los guerreros quienes accedían a un éxtasis de placer y sensualidad extremas. Ya completamente intoxicados, perdidos, los iniciados eran llevados a sus habitaciones y, al despertar, recordaban su estancia en el Paraíso de la misma forma en que se recuerdan los sueños.

La estrategia del Viejo de la Montaña era provocar una experiencia extática donde los iniciados se reunían con las mujeres del harén y recibían con ello la promesa de acceder al Paraíso. Al llevar a cabo su acto atroz, el asesino, con las pupilas dilatadas, pensaría seguramente en los placeres y excesos que volvería a disfrutar con sus almas gemelas, habitantes de ese reino nebuloso, crepuscular, al que habían entrado gracias a la estrategia ilusionista del Viejo de la Montaña.

Vladimir Bartol, con su novela saturada de poesía, se ubica en el entorno sensual y guerrero de los hashishini. El novelista esloveno sabe lo que todos los dictadores, de Hasan Sabah a Hitler, Saddam Hussein y Miloszevic, sabían: que el poder se sirve de la ilusión para cumplir con sus más bárbaros propósitos. En esta novela se trasluce una impresionante parábola sobre la voluntad de poderío nietzscheana. Bartol elabora una visionaria advertencia a Occidente: escrita en el preludio a la Segunda Guerra Mundial, Alamut nos recuerda que Hitler, Musolini o Stalin son, a su modo, Viejos de la Montaña, cuyas sentencias de muerte se cumplen de manera a menudo misteriosa y secreta.

En 1120 el poeta Omar Khayyam llegó a Alamut para visitar a su amigo de juventud. Este encuentro resulta prodigioso: el bardo del vino y la sensualidad se encuentra con el filósofo que utilizaba los mismos medios —la ebriedad, el placer— para llevar a cabo los actos más atroces.

Hasan Sabah, el Viejo de la Montaña, fundador de la secta de los hashishini, murió en 1124 contemplando, como afirma Bartol, el vuelo lejano de las águilas. La fortaleza de Alamut permaneció intacta hasta que las hordas mongoles consiguieron destruirla.

Antes que Maquiavelo, el Viejo de la Montaña sabía y practicaba la idea del fin que justifica los medios. Un solo aforismo, genial, perturbador y alucinante, nos ha quedado de Hasan Sabah, el filósofo asesino: “nada es verdad, todo está permitido”.

 

  

Mauricio Molina. Último siglo. Pasajeros de la literatura del siglo XX. México: Conaculta/Cecut, 2004.

Para leer en la Owen... un cuento del país de las nieves


LA HIJITA DE LA NIEVE
 
 

MARUSIA y Vania estaban desde hacía rato pidiendo a su abuelo que les contase uno de sus cuentos. El viejo Pedro tenía un trabajo entre las manos y no estaba muy dispuesto a dejarlo: sus botas clamaban por un remiendo urgente y él quería dejarlas listas esa misma noche. —Bueno —dijo—; vamos a llegar a un acuerdo. Si dejáis que arregle mis botas mientras hablo os contaré ese cuento que tanto deseáis.
Los niños dijeron que sí alegremente, ocuparon los tres sus asientos y el anciano, con una de las botas sobre las rodillas, empezó a relatar la historia.
—Había una vez unos viejecitos que vivían en su humildísima choza a orillas de un bosque. Su casa era una de las nueve o diez que formaban un caserío cuyos habitantes apenas si llegaban a sumar cincuenta personas. Eran todos gente sencilla de escasas necesidades, que trabajaban mientras el Sol brillaba en el cielo, y que a pesar de su existencia elemental, no se sentían desgraciados. Sólo el anciano y su esposa no eran felices.
—¿Por qué? —preguntó Vania.
—Por una razón que a vosotros es posible que os parezca extraña: sencillamente, porque no tenían hijos. En todas las casas de sus vecinos retozaban las criaturas. Los viejos escuchaban sus risas, los veían jugar entre lo primeros árboles del bosque y en el camino que cruzaba la aldea, y sentían una ligera envidia.
—¡Pobrecitos! —exclamó Marusia.
—Sí, realmente sentíanse desdichados —prosiguió el abuelo—. La anciana esposa no tenía que cuidar de ningún chiquillo, y junto con su marido, aprovechaba sus muchos ratos libres para asomarse a la ventana y contemplar los juegos infantiles. En todas las casas había toda clase de animales domésticos, y también los viejecitos tenían los suyos. Pero ¿qué valor tenían los ladridos de un perro comparados con la voz de un niño? El gato de su casa podía acercarse a ellos, subirse a sus rodillas y dormir allí tranquilamente. Pero un gato no puede despertar la misma ternura que un pequeño que duerme en brazos de su madre. En cuanto a las gallinas del corral, ellos se limitaban a echarles la comida como un trabajo más, sin sentir por ello emoción alguna.
—Se sentirían muy solos, ¿verdad? —indicó la niña pensativa.
—Naturalmente —siguió el abuelo Pedro—. Cuando llega el invierno, los chicos de sus vecinos cruzaban ante la choza de los viejos con sus gorros y abrigos de piel…
—¿Cómo los nuestros? —interrumpió Vania.
—Iguales o muy parecidos. Pues bien —siguió contando el anciano—, los chicos de la aldea jugaban como todos los niños en los países donde nieva en invierno: se deslizaban en trineo empujándose unos a otros, organizaban batallas con bolas de nieve y gritaban y reían mientras su aliento se condensaba en nubecillas que se fundían en la transparencia del aire. Un día, hicieron con nieve un gran monigote que representaba a la bruja Baba Yaga y bailaron gozosos a su alrededor. El viejecito, que contemplaba la escena desde la ventana, se volvió hacia su mujer y le dijo:
—¿Qué pasaría si nosotros hiciésemos en el corral la estatua de una niñita de nieve? Quizás cobrase vida por milagro y tuviésemos así una hija.
—En realidad —contestó la anciana—, nunca se sabe lo que en esta vida puede suceder. Además, nada perderíamos con hacer la prueba.
Se fueron los viejecitos al corral y allí, lejos de las miradas indiscretas, se  arrodillaron en el suelo y comenzaron a modelar la figura de una niñita. Trabajaron ambos sin descanso durante largo tiempo, formaron los brazos y las piernas, su breve cuerpecito y un rostro tan lindo que hubiera sido difícil hacer con nieve una criatura más hermosa. Era ya de noche cuando dieron fin a su tarea. Los dos estaban agotados y ateridos de frío, pero ante ellos estaba la estatua de una niña de nieve, blancos los labios y los ojos, silenciosa y helada como la imagen del sueño o de la muerte.
—¡Oh, hija mía, si pudieras hablar…! —exclamó el anciano.
—Palomita mía —dijo la esposa—; ¿por qué no vas a jugar con las otras niñas?
Y en ese instante se realizó el prodigio. Como si las amapolas primaverales hubiesen penetrado en el helor de su cuerpo para darle vida, las blancas mejillas de la niña de nieve se tiñeron de rojo; dos trocitos de cielo bajaron a sus ojos, que empezaron a mirar y moverse; sus labios se entreabrieron encendidos y dejaron ver los dientecillos claros en dos hileras uniformes. Su cabellera cobró de pronto la negrura de la noche, y ¡oh maravilla!, la criatura se incorporó, elevó los brazos en el aire y comenzó a danzar y a cantar.
Los viejecitos creían estar soñando. Se pellizcaban las manos, restregaban sus ojos y comprendieron al fin que era verdad lo que tenía lugar ante su atónita mirada. La niña bailaba rodeada por el viento, que levantaba los copos de nieve en el aire traspasado de frío, y hacía flotar la sombra movediza de sus cabellos. Y sus labios cantaban la siguiente canción:
 
El agua corre por mis venas,

soy agua sólo, soy de nieve,

pero yo traigo a vuestra pena

juegos y cánticos alegres.

 
Si me queréis con amor puro

daré alegría a vuestra casa.

Si me dejáis de amar, anuncio

que cambiaré mi cuerpo en agua.

 
Entre las nubes seré un soplo,

me perderé por siempre arriba

y quedaréis por siempre solos

sin el amor de vuestra hija.

 
—¡Milagro, milagro! —exclamó el viejecito—. ¡Corre, trae una manta o un cobertor, algo para arroparla!
El anciano la tomó en sus brazos con toda la delicadeza posible, y la hija de la nieve se abrazó a su cuello. Su esposa corrió al interior de la cabaña y trajo una gruesa colcha; los labios de la pobre mujer sólo sabían repetir en voz baja:
—Hijita mía, hijita mía querida!
Una vez dentro de la choza, la niña de nieve aclaró:
—Tened en cuenta que el calor es mi enemigo; por lo tanto, no debo abrigarme con exceso.
Entonces trajeron el banco más pequeño que había en la casa y la sentaron en él, bien apartada del fuego.
—Pero estás desnudita —dijo la anciana—. Tendremos que comprarte ropa.
En la aldea no había ninguna tienda, pero uno de los vecinos era sastre y zapatero y a su casa fue el viejo en busca de un gorrito de piel y de unas botas pequeñitas.
—¿Vas a vestir una muñeca? —preguntó el vecino en tono de burla.
—¿Una muñeca, dices? Cuando veas a nuestra hijita tu boca se quedará tan abierta de la sorpresa que tendrás que cerrarla con ayuda de una palanca: nuestra hija es la más hermosa del mundo.
El anciano llegaba corriendo a su cabaña, enseñó alegremente lo que traía y dijo a su esposa:
—Vamos pronto a vestirla; yo te ayudaré.
Pusieron a la niña de nieve un vestidito y las botitas, que eran de un color rojo brillante, como el corazón de una granada. Pero la criatura exclamó:
—¡No, no puedo permanecer dentro de la casa: hace demasiado calor para mí!
—¿Cómo? —dijo la mujer—. Si ni siquiera está bien encendida la estufa.
—¿Os olvidáis que soy de nieve? Me marcho al aire libre. Estaré bailando en el corral toda la noche, bajo la nevada. Cuando llegue el día iré a jugar con todos los niños.
—¿Es que no piensas dormir?
—Yo jamás duermo; no lo necesito. Hasta mañana.
La hijita de la nieve se marchó al corral y allí, entre los copos que se alzaban en remolinos a impulso del viento, estuvo bailando toda la noche. Los dos ancianos permanecieron largo rato admirando su gracia y ligereza, aunque al fin, vencidos por el sueño, se fueron a acostar. De todas formas, el viejo se levantó más de una vez para asegurarse de que la niña todavía estaba allí jugando.
Procurando no hacer ruido, el viejo abrió la puerta del corral y pudo verla allí, bailando sin el menor signo de cansancio, o entreteniéndose en arrojar bolitas de nieve hacia el fulgor de las estrellas.
Al amanecer, el matrimonio se vistió apresuradamente y corrió en busca de la niña.
—¡Hija mía! —llamó la mujer—. Vamos a desayunar.
Entró en la casa la hijita de la nieve y preguntó:
—¿Qué me daréis de desayuno?
—Te daremos un gran tazón de leche caliente, tocino frito y gachas de harina.
—¡No, no! ¿Cómo voy a tomar esas cosas? Mi cuerpo no es como el vuestro. Cualquier cosa caliente podría deshacerme.
—Te daremos entonces té frío y galletitas de maíz.
—¡No, no! Yo no puedo tomar esas cosas, porque mi cuerpo no es humano.
—¿Qué te daremos entonces?
—Salid al corral, coged un trozo de hielo y machacadlo en un tazón: esa será siempre mi comida.
Los viejos así lo hicieron, y la pequeña desayunó alegremente su ración de hielo picado. Cuando terminó, salió a la calle a reunirse con los demás niños de la aldea, y todos la recibieron con simpatía, tanto por su belleza como por su habilidad para todos los juegos.
Los dos viejos, desde la puerta de su choza, la contemplaban llenos de orgullo y de alegría. Se trataba nada menos que de su propia hija, y ¡vaya si era fuerte y ágil! Cuando saltaba y corría, siempre en cabeza de todos, sus botitas rojas eran como dos llamaradas que volaban por el aire. Más tarde, los niños organizaron una gran batalla con bolas de nieve, y nadie fue capaz de igualarla en rapidez al hacerlas y en puntería al lanzarlas. Los dos bandos querían que la niña fuese su capitana, y ella tuvo que prometerles que cada día encabezaría a uno de ellos. Después, alguien propuso hacer una estatua de nieve que representase a Baba Yaga, y la pequeña colaboró activamente sin dejar de reír con una risa cantarina que parecía el repique de campanitas de cristal. Cuando terminaron el trabajo, se lanzaron todos al ataque contra la bruja con bolas de nieve. La niña tiró más y mejor que nadie, y el juego concluyó cuando la efigie odiada se derrumbó en pedazos sobre el suelo.
Desde la puerta de su cabaña, los dos viejos la miraban rebosantes de orgullo.
—Es nuestra y sólo nuestra —dijo la anciana.
—Completamente nuestra y de nadie más, ahora y para siempre —agregó su marido.
—Ahora, todos los vecinos tendrán envidia al verla, como antes nos sucedía a nosotros.
—Pero es nuestra hijita linda, nuestro querido pichoncito.
Al anochecer, cuando el Sol descendió más allá del horizonte, la niña de nieve volvió a la casa de sus padres.
—¿Ya es hora de cenar? —preguntó.
—Sí, hija mía —dijo la mujer—. ¿Qué quieres comer? ¿Te gustaría una rica sopita de sémola?
—Qué mala memoria tenéis. Traedme por favor mi trozo de hielo del corral, un tazón y una cucharita. Cenaré un poco de hielo machacado.
Cuando terminó de cenar dijo a sus padres que se iba a bailar al corral, como la noche anterior.
—Pero hija mía —dijo el anciano—, ¿no te cansarás demasiado después de jugar todo el día?
—Acuéstate —suplicó la mujer—. El día de hoy ha sido muy agitado para ti.
Pero la hijita de la nieve contestó cantando entre risas:


Yo río y juego todo el día

y bailo y canto con la Luna.

Esta es mi dicha y mi fortuna

y la razón de mi alegría.


Así transcurrió lentamente el invierno. Jamás la criatura de nieve descansó un momento. Jugaba con sus amigos, bailaba, cantaba y reía con su garganta cantarina. Hacía los encargos que le daba su madre sin dejar por eso de mostrar su felicidad. Y todas las noches, después de tomarse su tazón de hielo machacado, marchábase al corral para danzar en la oscuridad bajo las estrellas.
Los niños de la aldea vivían más contentos que nunca, y algunas veces se preguntaban cómo habían podido divertirse antes de que su amiga apareciese. Los dos ancianos eran igualmente felices con aquel ser hermosísimo que no les ocasionaba siquiera el menor gasto.
Se acercaron los días precursores de la primavera. En el bosque, los árboles se despojaron de la blancura que cubría sus ramas. Goteaban las aguas del deshielo formando hilillos que iban creciendo hasta convertirse en arroyuelos claros, camino de los ríos. Surgieron de nuevo la hierba; los tréboles y líquenes, y asomaron su rostro las primeras flores del año. Las calles y el camino de la aldea se desnudaron de la espesa capa de nieve y los niños comenzaron a jugar otros juegos, sobre todo al escondite a la entrada del bosque. Con ellos iba la sobrenatural criatura de los ancianos sin hijos, pues ninguno de los pequeños hubiera organizado sin ella pasatiempo alguno.
Juraban una vez al escondite entre los árboles, y los gritos de júbilo resonaban en la penumbra y en el silencio del bosque virgen.
—¡Vamos más lejos! —gritó la niña de nieve.
Algunos la siguieron en su carrera, pero ninguno pudo correr entre los troncos y los matorrales con tanta rapidez. Al fin, los muchachos se vieron solos. Llamaron a la niña y nadie contestó. Ya era muy tarde; el Sol comenzaba a declinar y era necesario emprender el camino de regreso. Todos juntos volvieron hacia el caserío y allí contaron lo ocurrido.
Mientras tanto, la hijita de la nieve se hallaba en el corazón del bosque, un poco inquieta por primera vez. La ausencia de nieve le hacía perder el sentido de la orientación; llamó a sus compañeros de juego y no obtuvo respuesta. Las sombras del crepúsculo se enredaban en las ramas de los pinos y de los abetos y una suave neblina comenzó a brotar de la tierra y a extenderse despacio limitando aún más la visión ya confusa.
La criatura hallábase perdida y una extraña sensación fue embargando su pecho de nieve. Sí; ahora sentía la necesidad del amparo materno, sufría ahora el mismo miedo, el mismo desamparo que cualquier otro niño normal hubiera sufrido en iguales circunstancias.
Subió a las ramas de un árbol y no pudo ver nada desde allí. La oscuridad era cada vez más intensa, y ella se puso a llorar y a llamar a su madre. Gritó para ver si alguno de los niños la oía, pero en vez de la respuesta que esperaba, escuchó unos gruñidos que se iban acercando hacia donde ella estaba. Era un viejo oso que se compadeció al ver a la criatura.
—¿Por qué lloras, pequeña, qué te ocurre?
—¡Ay, viejo oso, estoy perdida! ¡Cómo soy de nieve y se ha ido el invierno me es imposible encontrar el camino de vuelta! Todos mis amiguitos han regresado a casa y yo no sé cómo podré volver.
—¿Eso te preocupa? —dijo el oso—. Ven conmigo; yo te llevaré.
Pero la niña de nieve tuvo miedo.
—No, viejo oso, no volveré contigo. Me das miedo. A ti mismo te es imposible dejar de ser una fiera. Preferiría que otro me enseñase el camino.
—Lo siento —dijo el oso. Y volvió a perderse en el bosque.
A los pocos minutos se acercó con pasos cautelosos un viejo lobo de pelaje agrisado. Se detuvo al ver a la niña y preguntó:
—¿Qué te sucede, criatura? ¿Qué haces sola en el bosque?
—¡Ay, lobo gris! —exclamó la pequeña.— Soy una niña de nieve y estoy perdida. Todos mis amigos han vuelto a sus casas, pero yo no encuentro el camino que me lleve a la mía.
—Pues no tienes por qué preocuparte. Yo conozco el bosque de punta a cabo y te llevaré a tu cabaña.
—No, lobo gris —contestó la niña—. Me das miedo y no puedo evitarlo. ¿Quién me asegura que no quieres comerme? Preferiría que fuese otro el que me acompañara.
—Lo siento —dijo el lobo—. Te aseguro que sólo trataba de ayudarte. —Y el animal se perdió entre los árboles.
Al poco rato se acercó sigilosamente un viejo zorro rojo, que moviendo con alegría su espesa cola saludó a la niña:
—¿Por qué estás tan triste, criatura? ¿Qué haces en el bosque a estas horas?
—¡Ay, viejo zorro, soy la hijita de la nieve y me encuentro perdida! ¿Cómo podré encontrar el camino de mi casa? Todo está oscuro, la niebla oculta todas las señales y mis amiguitos han regresado a la aldea.
—Bueno, ya no tienes razón para preocuparte. Yo estoy aquí y soy capaz de encontrar a ciegas cualquier camino. Vamos, te llevaré a tu casa.
—Zorro rojo, pequeño zorro, tengo confianza en ti. Estoy segura de que no me harás nada malo.
—¿Cómo quieres que haga daño a una niñita tan linda como tú? Lo único que siento es quedarme sin cenar, pues esta es la hora de cazar en el bosque. Pero vamos, no importa, te llevaré a tu casa.
El zorro y la niña de nieve comenzaron su marcha a través de los árboles. El animal caminaba despacio, para evitar que ella tropezase con los muchos obstáculos que sus agudos ojos percibían en la oscuridad. Al fin dejaron atrás la extensa superficie del bosque y llegaron a la choza del viejo matrimonio, que estaba en la puerta llorando amargamente.
—¡Pobre hijita nuestra! —decía el viejo.
Y repetía la anciana:
—¡Ay, pichoncito blanco! ¿Dónde estarás perdida?
La pequeña llegó hasta ellos dando saltos de júbilo.
—Aquí estoy, no lloréis más. Me perdí en el bosque y siento mucho que hayáis sufrido por mi culpa. El amable zorro rojo me ha traído con todo cuidado para evitarme contratiempos.
El anciano contempló al zorro con cierta desconfianza, pero al fin dijo:
—Te agradecemos mucho lo que has hecho.
—Pues no sabes cuánto me alegra saberlo, pues tengo mucha hambre y esta noche ya no podré cazar.
—¿Tienes hambre? —preguntó la anciana—. Aquí tengo un poco de pan duro que no te vendría mal.
—¿Cómo? —dijo el zorro—. Jamás he sabido que un animal de mi raza haya comido pan duro. Sin ánimo de molestar he de deciros que lo que mejor vendría a mi estómago es una gallinita tierna, pues ya estoy viejo y mis dientes no son los de antes.
—¿Una gallina? —exclamó el hombre.
—Justamente. ¿Acaso vuestra hija no vale mucho más que esta recompensa?
La anciana llamó aparte a su marido y le dijo en voz baja:
—Oye, lo único cierto es que hemos recuperado a nuestra hija.
—Claro —dijo él—, así es. ¿Qué quieres decirme?
Sencillamente, que si ya está con nosotros. ¿Qué necesidad tenemos de darle al zorro la gallina?
Al viejo se le encendieron los ojos con un brillo de malicia.
—¡Qué lista eres! Vamos a engañar al zorro. ¿Qué nos importa si tiene hambre o no?
Se excusaron con el animalito, a quien rogaron esperase mientras iban en busca de la gallina. Se fueron juntos al corral, tomaron dos sacos y metieron en uno la gallina, pero en el otro pusieron al más feroz de sus perros. Una vez hecho esto volvieron a la casa, donde el hambriento zorro aguardaba su bien ganada recompensa.
Cuando estuvieron todos juntos, abrieron uno de los sacos y la gallina saltó de él cacareando. Iba a saltar el zorro sobre ella cuando el viejo abrió el otro saco, y salió el perro gruñendo ferozmente, desnudos los colmillos, tiesas las orejas y con los ojos lanzando llamaradas furiosas. El pobre zorro apenas si tuvo tiempo de escapar velozmente hacia el bosque, y en él se perdió dejando en el aire nocturno sus aullidos de pánico. Claro está que el animalito se quedó esa noche sin cenar, pues no pudo tocar ni una pluma de la gallina.
Los dos viejos se rieron a carcajada limpia durante buen rato.
—¡Qué bien nos burlamos del zorro! —dijo el anciano. Y su esposa agregó:
—¡Ay, me duele todo el cuerpo de tanto reírme! Pensar que el zorro nos trajo a la niña y nosotros le tomamos el pelo… ¡Qué vaya a comer gratis a otra parte!
En ese momento la hijita de la nieve, con una mezcla de tristeza y de ira en el rostro, comenzó a cantar:
 

Adiós os canto. No he podido

vivir aquí feliz por siempre.

Me habéis matado, el cuerpo mío

con la maldad al agua vuelve.

 
Para vosotros valgo menos

que el ave al zorro prometida.

Por miserables, ya no quiero

ser en la tierra vuestra hija.

 
¡Adiós os digo! Vuelvo al agua

que me dio forma. ¡Madre Nieve,

toma mi vida que se apaga!

¡Adiós, adiós, vuelvo a la muerte!

 
Cuando los asombrados viejos dejaron de escuchar este canto, la niña de nieve había desaparecido. Allí en el suelo estaban su vestidito, su gorro de piel y sus botitas rojas como el corazón de una granada, pero nada más; sólo un charco de agua clara que se transformaba velozmente en una nubecilla ligera como un gasa, breve como el alma de un niño que se va para siempre, triste como una canción de despedida.
—¡No te vayas, hijita; no nos dejes solos otra vez! —clamaron los ancianos.
Pero la imagen de la niña de nieve ya no estaba en la choza. Sólo su voz, como un suspiro agonizante, flotaba aún como una llamita que parpadea antes de morir para siempre:
 

¡Padre querido, madre amada!

¿Por qué tan poco amor? ¡Me muero!

¡Pobre de mí, nieve que canta,

Llanto de niña, nube en vuelo!

 
Cuando las últimas palabras de la tristísima canción dejaron de oírse, la puerta del corral se abrió de repente con un golpe tremendo que hizo temblar la choza entera. Una ráfaga de aire helado penetró en la casa, cruzó por los rostros atónitos de los dos ancianos y volvió a perderse en la noche. Los perros de la aldea aullaron temerosos, las estrellas cubrieron sus chispazos de luz con un manto de nubes y los viejos, no vieron ya ni la señal del charquito de agua. Comprendieron entonces que no habían sabido amarla como verdaderos padres, y llorando se abrazaron en silencio, solos en medio de la noche, y esta vez para siempre, para siempre.
El viejo abuelo Pedro concluyó su historia. Marusia lloraba con la mirada fija, agitado el pecho por los sollozos. Vania, esforzándose por mostrar su temple de hombrecito, contenía su angustia mordiendo con gesto sombrío su labio inferior. Al verlos, el buen anciano sonrió con tristeza y agregó estas últimas palabras:
—La hijita de la nieve voló en los brazos del viento hacia la altura, pues sólo había muerto en su forma humana. Allá estaban sus verdaderos padres, el Frío, severo y poderoso, y la Nieve, apacible y blanquísima, aguardándola llenos de ternura. Los dos tomaron a su hija de la mano y partieron impulsados por el soplo de la tormenta hacia los cielos remotos del norte, donde brilla solitaria la Estrella Polar y las auroras boreales cambian de color, como bandadas de aves luminosas que jugasen a mudar su plumaje. Y allí está la niña, acordándose a veces de aquellos viejecitos que lloraron su culpa de haber puesto en ella menos amor del que una hija necesita. Algunas veces, cuando el invierno es más riguroso, regresa a las tierras de Rusia, siente el deseo de volver a reír y jugar como una niña más entre todos los niños. ¡Cuidado! Si alguna vez hacéis una muñeca de nieve, pensad un poco antes de destruirla. Acaso se repita el prodigio y cobre vida ante vosotros la pequeña hija de la Nieve. ¿Quién sabe? Todo puede suceder en este mundo y vosotros tenéis todavía mucha vida por delante, queridos míos.
 
 

Cuentos del país de las nieves. “La hijita de la nieve”, cuento popular ruso, versión literaria de Gabriel García Narezo, con ilustraciones de Adrianne Segur y Davanzo. México: Editorial Renacimiento, S. A., 1962.

Para leer en la Owen... un cuento sonorense


Jackie
Javier Munguía

“La vida resulta una pesada carga a veces, y es bueno
que uno se engañe un poco a sí mismo, que cultive
secretamente una ilusión.”
Juan Marsé, El embrujo de Shangai


 
Recibí la primera llamada hace una semana. Esperaba encontrarme, al descolgar el auricular  y decir “bueno”, la dulce voz de Estela diciendo que por fin estaba libre, podíamos salir cuando yo quisiera. De ahí mi desilusión al encontrarme con la voz de una niña de unos cinco años, quien sin previo aviso, apenas dije “bueno”, me preguntó:
            -¿Hay ahí una niña Jackie?
            -No, aquí no vive.
            Se tomó su tiempo. Al fin preguntó, desilusionada:
            -¿No hay?
            -No -respondí.
            -Adiós -me dijo al fin, y colgó el teléfono.
  Dos días después recibí la segunda llamada. Había resuelto para entonces negarme a salir, caso de ser ella quien llamara, con Estela, mentirle que estaba muy ocupado, en respuesta a su desatención de no hablarme durante los últimos cuatro días. De todos modos levanté el auricular pensando que podría dejarme convencer.
            -¿Bueno?
            -¿Hay ahí una niña Jackie? -Era la misma niña, y en su voz no había otra cosa, no cabía, sino el deseo de escuchar sí, aquí está Jackie, espera un momento que la llamo.
            -Lo siento. No vive aquí -respondí.
            -¿No hay? -preguntó. Parecía a punto de echarse a llorar.
            -No –repuse apenado-. Quizá te equivocaste de número. Vuelve a marcar -le dije, deseando furtivamente, con ganas locas, que se hubiera equivocado, que marcara otro número, respondieran y, por favor, le pusieran al teléfono a su Jackie.
            -Adiós -se despidió y colgó de inmediato.   
Sentí curiosidad por la niña entonces, por Jackie. Estaba pensando en ellas, en quiénes serían, cuando el teléfono volvió a sonar. Levanté el auricular eufórico, pensando, quién sabe por qué, que era de nuevo la niña: sólo hablaba para avisarme que, en efecto, se había equivocado de número, había rectificado y entonces la habían comunicado con Jackie. Era Estela.
            -Hola, señorito -respondió ante mi “bueno”. Detestaba que me dijera “señorito”.
            -Hola, Estela. ¿Cómo has estado?
            -Muy bien con todas tus llamadas.
            -Pero si tú quedaste en hablarme.
            -¡No es cierto! ¡Te dije que me llamaras para que saliéramos!
            -No. Tú quedaste en llamarme.
           -¡No es cierto!
            -Está bien. Tú ganas. Yo quedé en llamarte y no lo he hecho. Hagamos de cuenta que yo te he hablado. ¿Qué te parece que salgamos hoy en la tarde?
            -No sé… déjame pensarlo.
            Estela no dijo palabra durante los siguientes dos minutos; debí preguntarle si aún se encontraba ahí para que, luego de soltar una risa coqueta, respondiera:
            -Está bien. Salgamos hoy en la tarde. ¿Adónde me vas a llevar?
            -¿Te gustaría el cine?
            -¿Otra vez el cine? ¡Qué aburrido!
            -¿Adónde quieres ir? Tú elige el lugar.
            -No. El cine está bien. ¿A qué horas?
            -¿Te parece bien a las cuatro?
            -Mejor a las cinco.
            -Ok, paso por ti a las cinco.
            -Te espero, señorito.
Faltaban diez minutos para las cinco, ya me había bañado, cambiado, estaba a punto de salir de casa para ir por Estela cuando el teléfono sonó y era ella.
            -Hablo para cancelar nuestra cita -se fingió compungida-. Se me había olvidado que debo hacer un trabajo de la escuela para mañana. Discúlpame. Salimos otro día.
            -No te preocupes, Estela. Lo entiendo. ¿Cuándo salimos? ¿Por qué no ponemos de una vez la fecha?
            -No. Mejor te llamo. ¿Ok? Chaaaao. Te cuidas, señorito.
 Recibí la tercera llamada al otro día. Pensé que llamaba Estela para decirme que hoy sí estaba desocupada: ¿adónde la invitaría?
            -¿No hay ahí una niña Jackie?
            La misma niña.
            -No está. Salió -le dije. Me apenaba tanto el desamparo de su voz que, me dije, engañarla sería lo mejor que podía hacer por ella.
            -¿A qué hora podría encontrarla? -preguntó, con una soltura impropia de una niña de cinco años: se le escuchaba radiante, feliz de estar tan cerca, a unas horas, a unos minutos quizá, de su encuentro con Jackie.
            -Llámala a las cinco.
            -Gracias -me dijo y colgó.
            Unos minutos antes de las cinco el teléfono sonó. Era Estela:
            -¿Adónde me vas a invitar hoy? Espero que al cine no, porque la cinta que vimos ayer estuvo fatal.
            -Pero si ayer no salimos, Estela. ¿No recuerdas que debiste hacer un trabajo y me cancelaste la cita?
            -¿Trabajo? No, estás confundido. Ayer tú y yo fuimos al cine y vimos una película que era pésima y al salir me dije miranadamás las películas que me trae a ver el señorito, dan ganas de no volver a salir con él. Pero hoy decidí darte una segunda oportunidad. ¿Adónde me vas a invitar hoy?
            -A un café. ¿Qué te parece un café?
            -Mmmm… Vamos, pero procura que me la pase bien, no como ayer en el cine.
            -Te la vas a pasar muy bien. ¿A qué horas nos vemos?
            Estela rio sin discreción, con ligereza.
            -La verdad es que no puedo ir. Te hablaba para decirte que sigo ocupada. Creo que mañana termino con los trabajos. ¿Te parece que mañana te hable?
            -¿No prefieres que te hable yo?
            -No. Mejor yo te hablo. ¡Ah! Y quiero que sepas, porque te conozco, eres muuuy desconfiado, que si no salimos hoy es porque de veras tengo mucho trabajo, y no por lo mal que me la pasé ayer en el cine ni por lo pésima que era la película.
            -Pero Estela. Si ayer no…
            -Te digo que no creas que es por eso. Realmente tengo mucho trabajo, además mañana iremos a un café, no al cine. En fin, sólo quería que lo supieras.
            -Está bien, Estela. Espero tu llamada.
            Cuando colgué eran las cinco de la tarde con cinco minutos. Ya no llamó la niña, quien, con una felicidad desmesurada en la voz, con miedo, con emoción, habría preguntado muy amablemente, de no haber estado ocupada la línea, si acaso ya había llegado Jackie, si podía hablar con ella.
 Recibí la cuarta llamada al otro día, justo a las cinco de la tarde:
           -Disculpe, señor. ¿Me podría comunicar con Jackie? Le hablé ayer y usted me dijo que no estaba. ¿Estará ahorita? -Sin duda era la misma niña, pero ahora su voz no sonaba como la de una niña de cinco años, sino, al menos, como la de una mujer de veinte.
            -Acaba de salir -le respondí-. Pero ya le di tu recado. Me dijo que llegaría a eso de las siete. Puedes hablarle a esa hora.
            -Muchas gracias, señor. Y disculpe las molestias. Tengo mucho interés en hablar con Jackie, no imagina cuánto. ¿Es usted su papá?
            -Soy su hermano.
            -Qué raro. Nunca mencionó que tuviera hermanos sino hermanas. En fin. Le agradezco.
            -Háblame de tú.
            -Está bien. Te agradezco. Hablo a las siete, entonces.
            Unos minutos antes de las siete, habló Estela.
            -Tampoco me desocupé hoy. Es una pena, ¿verdad?
            -No te preocupes. Salimos cualquier otro día. Nos vemos hasta entonces. Te cuidas, Estela.
            -¿Es mi imaginación, señorito, o me estás cortando?
            -¿Cómo crees, Estela? Lo que pasa es que también yo tengo que hacer algunos trabajos y…
            -No, me estás cortando.
            Debí convencerla de que no, no la estaba cortando, ya nos veríamos otro día. Adiós, Estela, te cuidas. Cuando conseguí que colgara, luego de repetirme que se sentía mal de que yo la quisiera cortar, eran las siete quince de la noche. Ya no llamó la muchacha (¿o era una niña?) preguntando por Jackie: esa noche, a pesar de haber estado más cerca de ella que nunca, tampoco la encontraría.
-¿Hay ahí una niña Jackie? –Nuevamente la voz era la de una niña de cinco años.
            Estuve a punto de responderle que sí, ahorita la comunicaba, pero no me sentí listo.
            -Acaba de salir. Volverá en la tarde. ¿Quieres dejarle algún recado?
            -Sólo dígale que le habló Margarita -la voz era ahora la de una mujer de al menos veinte años-. ¿Eres el hermano? Ah, ok. Sólo dile que le hablé, por favor. Que es una vagabunda -y por primera vez rió-. Que le voy a hablar hoy de nuevo a las cinco. Que espero encontrarla. Que si no la encuentro, con el dolor de mi alma, no volveré a llamarla.
            -Muy bien, Margarita. Yo le digo todo eso. Sólo te pido que, caso de estar ocupado el teléfono, insistas un poco. Seguro que encuentras a Jackie.
            -Voy a llamar a las cinco. Gracias. -Y colgó el teléfono.
 Faltaban cinco para las cinco y el teléfono sonó. Era Estela.
            -Te llamo para decirte que no pude llamarte ayer porque…
            -No importa, Estela, de veras. Luego te llamo.
            -Déjame explicarte, señorito. Lo que pasó fue que…
            -Me explicas después. En serio no hay problema.
            -¿No será que estás esperando una llamada, señorito, de una mujer?
            -Sí, justamente eso es, y necesito que la línea esté desocupada. Te voy a colgar. Chao.
            -¡Así que eso es, señorito! ¡Estás esperando la llamada de una mujer! ¿Para eso me invitas a salir, para eso me cortejas, para enredarte con la primera tipa que se te cruce por enfrente y te…
            -Estela, voy a colgar. Te hablo después.
            -Si me cuelgas ya ni me hables.
            -Está bien. Prometo no volver a hablarte. Sólo cuelga.
            -No voy a colgar.
            -Estela, cuelga, necesito la línea.
            -No voy a colgar.
            Colgué yo, descolgué y Estela seguía ahí. Eran las cinco en punto.
            -Con una chingada, Estela: cuelga.
            -¡Me estás insultando! ¡Ahora hasta groserías! No me decías lo mismo cuando me invitabas al cine, cuando te morías por salir conmigo y…
            -¡Putamadre! ¡Estela, cuelga!
            Se hizo el silencio pero Estela no colgaba.
            -¡Cuelga, hijadetuchingadamadre!         
            Al fin, escuché los ruidos felices que indicaban que Estela había colgado. Eran las cinco con uno.
            El teléfono no sonaba, no sonaba, y yo pensé que ya no sonaría (eran las cinco y cinco) cuando al fin sonó. Levanté el auricular con ansiedad, dije “bueno” y una voz de niña de cinco años preguntó:
            -¿Hay ahí una niña Jackie?
            -¡Sí! -respondí eufórico-. Te la paso.
            -¡Gracias!
            Tapé la bocina del teléfono, carraspeé, fingí la voz lo más agudo posible, y al fin dije:
            -¿Bueno? -Listo: mi voz parecía la de una niña de cinco años.
            -¿¡Jackie!? –preguntó una voz de mujer de veinte; luego continúo la misma voz, pero de niña de cinco-. ¡Al fin, Jackie!
            Se echó a llorar. Le rogué, con la voz de Jackie, que no llorara porque lloraría yo también.
            -No, si soy una bruta, por eso lloro. Ya no lloro más. Esto hay que celebrarlo. Tenemos que vernos, Jackie. Tengo tantas cosas que contarte.
            Me contó que desde que yo me había ido, hacía catorce años y doscientos sesenta días exactos, no había tenido un instante de sosiego, Jackie, porque todo el tiempo pensaba en ti, en que algún día debería verte o al menos hablar contigo. Mi madre insistía en que te olvidara, que diosito te había llevado, me decía primero, y luego, cuando la exasperaba, que tú estabas muerta, que cómo quería verte, llamarte. Pero yo estaba segura de que no, de que alguna vez te encontraría, no sabía cómo pero te encontraría. Hasta que una noche, en un sueño, se me apareció, nítido, el número de teléfono donde te encontrabas. Marqué y me dijeron, primero, que no estabas aquí. Insistí sabiendo que en ése y no en otro número te encontraría. Luego me dijeron que habías salido, de nuevo que habías salido, no sé cuántas veces que habías salido cuando yo debía hablarte. Pensaba yo que te escondías de mí, que no querías hablarme, hasta hoy, hasta hoy que te encuentro y te hablo y te cuento todo esto, Jackie, y confirmo que estaba equivocada mi madre, que tú no estás muerta, que sigues viva del otro lado del teléfono, que quizá pueda verte. Te costará reconocerme, Jackie, estoy muy cambiada, parezco una mujer, pero en lo profundo sigo siendo la niña que conociste, hermana. Espero que podamos vernos, ¿cuándo podemos vernos?
Mi cara estaba mojada.
            -No podemos vernos por lo pronto -respondió Jackie-. Pero podemos hablar mucho, mucho, mucho. Te agradezco que me hayas hablado. Que no te hayas creído la mentira de mi muerte. Que no me hayas dejado morir. Te quiero, Margarita. Te recuerdo. No ha pasado un día sin que me acuerde de mi hermana, ¿cómo olvidarla?
            Me respondió Margarita que me agradecía. Que la disculpara, Jackie, pero estaba demasiado agitada. Demasiadas emociones juntas. Que me iba a colgar pero volvería a llamarme. ¿Cuándo podía volver a llamarme?
            -Llámame cuando quieras, Margarita, hoy más tarde, mañana, cuando sea. Estaré esperando tu llamada. Un gusto haber hablado contigo. En serio, háblame cuando quieras: hoy más tarde, mañana.
            Mientras esperaba ansiosa la siguiente llamada de Margarita, que se produjo una o dos horas después, me puse a rumiar la felicidad grande de haber encontrado al fin, luego de quince años sin tener noticia de ella, a mi hermana.

 


Munguía, Javier. Modales de mi piel. México: Jus, 2011.