El club Dumas
Arturo Pérez-Reverte
El fogonazo de luz proyectó la silueta del ahorcado en la pared. Colgaba inmóvil de una lámpara en el centro del salón, y a medida que el fotógrafo se movía a su alrededor, accionando la cámara, la sombra provocada por el flash se recortaba sucesivamente sobre cuadros, vitrinas con porcelanas, estanterías con libros, cortinas abiertas sobre grandes ventanales tras los que caía la lluvia.
El juez instructor era joven. Tenía el pelo escaso,
revuelto y aún mojado, como la gabardina que conservaba sobre los hombros mientras
dictaba las diligencias al secretario que escribía sentado en el sofá, con la
máquina portátil sobre una silla. El tecleo punteaba la voz monótona del juez y
los comentarios en voz baja de los policías moviéndose por la habitación:
—… En pijama, con un batín por encima. El cordón de
esa prenda causó la muerte por ahorcamiento. El cadáver tiene las manos atadas
en la parte anterior del cuerpo con una corbata. Su pie izquierdo conserva
puesta una zapatilla y el otro se encuentra desnudo…
El juez tocó el pie calzado del muerto y el cuerpo
giró un poco, despacio, al extremo del tenso cordón de seda que unía su cuello
con el anclaje de la lámpara en el techo. El movimiento fue de izquierda a
derecha, y después en sentido inverso y con más corto recorrido hasta centrarse
de nuevo en la postura original, como una aguja imantada que recobrase el norte
tras breve oscilación. Al apartarse, el juez se ladeó para esquivar a un
policía uniformado que, bajo el cadáver, buscaba huellas digitales. Había un
jarrón roto en el suelo y un libro
abierto por una página subrayada con lápiz rojo. El libro era un viejo ejemplar
de El vizconde de Bragelonne, una edición barata encuadernada en tela. Inclinándose sobre el hombro
del agente, el juez le echó un vistazo al texto marcado:
«—Me han
vendido —murmuró—. ¡Todo se sabe!
—Todo se
sabe al fin —repuso Porthos, que nada sabía.»
Hizo que el secretario tomase nota de aquello,
ordenó incluir el libro en el sumario, y fue a reunirse con un hombre alto que
fumaba junto al alféizar de una ventana abierta.
—¿Qué le parece? —preguntó al llegar a su lado.
El hombre alto llevaba la placa de policía colgada
en un bolsillo de su chaqueta de cuero. Tardó en responder el tiempo necesario para
apurar la colilla que tenía entre los dedos, antes de arrojarla por la ventana
sin mirar atrás.
—Cuando es blanca y viene embotellada, suele
tratarse de leche —respondió por fin, críptico, mas no tanto como para que el juez
no apuntara una sonrisa; a diferencia del policía, él sí miraba la calle, donde
seguía lloviendo con fuerza. Alguien abrió una puerta al otro lado de la
habitación, y la ráfaga de aire le trajo gotas de agua contra el rostro.
—Cierren esa puerta —ordenó sin volverse. Después
le habló al policía—: Hay homicidios que se disfrazan de suicidios.
—Y viceversa —matizó tranquilo el otro.
—¿Qué opina de las manos y la corbata?
—A veces temen arrepentirse a última hora… De otro
modo las tendría atadas a la espalda.
—Eso no cambia las cosas —opuso el juez—. El cordón
es fino y resistente. Una vez perdido pie, ni con las manos libres tenía la menor
oportunidad.
—Todo es posible. Con la autopsia sabremos más.
El juez volvió a echarle otra ojeada al cadáver. El
agente de las huellas digitales se levantaba con el libro en las manos.
—Es curioso lo de esa página.
El policía alto se encogió de hombros.
—Yo leo poco —dijo—. Pero el tal Porthos era uno de
esos personajes, ¿no?… Athos, Porthos, Aramis y d’Artagnan —contaba con el
pulgar sobre los dedos de una mano y al concluir se detuvo, pensativo—. Tiene
gracia. Siempre me he preguntado por qué se les llama los tres mosqueteros, si
en realidad eran cuatro.