LA HIJITA DE LA NIEVE
MARUSIA
y Vania estaban desde hacía rato pidiendo a su abuelo que les contase uno de
sus cuentos. El viejo Pedro tenía un trabajo entre las manos y no estaba muy
dispuesto a dejarlo: sus botas clamaban por un remiendo urgente y él quería
dejarlas listas esa misma noche. —Bueno —dijo—; vamos a llegar a un acuerdo. Si
dejáis que arregle mis botas mientras hablo os contaré ese cuento que tanto
deseáis.
Los
niños dijeron que sí alegremente, ocuparon los tres sus asientos y el anciano,
con una de las botas sobre las rodillas, empezó a relatar la historia.
—Había
una vez unos viejecitos que vivían en su humildísima choza a orillas de un
bosque. Su casa era una de las nueve o diez que formaban un caserío cuyos
habitantes apenas si llegaban a sumar cincuenta personas. Eran todos gente
sencilla de escasas necesidades, que trabajaban mientras el Sol brillaba en el
cielo, y que a pesar de su existencia elemental, no se sentían desgraciados.
Sólo el anciano y su esposa no eran felices.
—¿Por
qué? —preguntó Vania.
—Por
una razón que a vosotros es posible que os parezca extraña: sencillamente,
porque no tenían hijos. En todas las casas de sus vecinos retozaban las
criaturas. Los viejos escuchaban sus risas, los veían jugar entre lo primeros
árboles del bosque y en el camino que cruzaba la aldea, y sentían una ligera
envidia.
—¡Pobrecitos!
—exclamó Marusia.
—Sí,
realmente sentíanse desdichados —prosiguió el abuelo—. La anciana esposa no
tenía que cuidar de ningún chiquillo, y junto con su marido, aprovechaba sus
muchos ratos libres para asomarse a la ventana y contemplar los juegos
infantiles. En todas las casas había toda clase de animales domésticos, y
también los viejecitos tenían los suyos. Pero ¿qué valor tenían los ladridos de
un perro comparados con la voz de un niño? El gato de su casa podía acercarse a
ellos, subirse a sus rodillas y dormir allí tranquilamente. Pero un gato no
puede despertar la misma ternura que un pequeño que duerme en brazos de su
madre. En cuanto a las gallinas del corral, ellos se limitaban a echarles la
comida como un trabajo más, sin sentir por ello emoción alguna.
—Se
sentirían muy solos, ¿verdad? —indicó la niña pensativa.
—Naturalmente
—siguió el abuelo Pedro—. Cuando llega el invierno, los chicos de sus vecinos
cruzaban ante la choza de los viejos con sus gorros y abrigos de piel…
—¿Cómo
los nuestros? —interrumpió Vania.
—Iguales
o muy parecidos. Pues bien —siguió contando el anciano—, los chicos de la aldea
jugaban como todos los niños en los países donde nieva en invierno: se
deslizaban en trineo empujándose unos a otros, organizaban batallas con bolas
de nieve y gritaban y reían mientras su aliento se condensaba en nubecillas que
se fundían en la transparencia del aire. Un día, hicieron con nieve un gran
monigote que representaba a la bruja Baba Yaga y bailaron gozosos a su
alrededor. El viejecito, que contemplaba la escena desde la ventana, se volvió
hacia su mujer y le dijo:
—¿Qué
pasaría si nosotros hiciésemos en el corral la estatua de una niñita de nieve?
Quizás cobrase vida por milagro y tuviésemos así una hija.
—En
realidad —contestó la anciana—, nunca se sabe lo que en esta vida puede
suceder. Además, nada perderíamos con hacer la prueba.
Se
fueron los viejecitos al corral y allí, lejos de las miradas indiscretas, se arrodillaron en el suelo y comenzaron a
modelar la figura de una niñita. Trabajaron ambos sin descanso durante largo
tiempo, formaron los brazos y las piernas, su breve cuerpecito y un rostro tan
lindo que hubiera sido difícil hacer con nieve una criatura más hermosa. Era ya
de noche cuando dieron fin a su tarea. Los dos estaban agotados y ateridos de
frío, pero ante ellos estaba la estatua de una niña de nieve, blancos los
labios y los ojos, silenciosa y helada como la imagen del sueño o de la muerte.
—¡Oh,
hija mía, si pudieras hablar…! —exclamó el anciano.
—Palomita
mía —dijo la esposa—; ¿por qué no vas a jugar con las otras niñas?
Y
en ese instante se realizó el prodigio. Como si las amapolas primaverales
hubiesen penetrado en el helor de su cuerpo para darle vida, las blancas
mejillas de la niña de nieve se tiñeron de rojo; dos trocitos de cielo bajaron
a sus ojos, que empezaron a mirar y moverse; sus labios se entreabrieron
encendidos y dejaron ver los dientecillos claros en dos hileras uniformes. Su
cabellera cobró de pronto la negrura de la noche, y ¡oh maravilla!, la criatura
se incorporó, elevó los brazos en el aire y comenzó a danzar y a cantar.
Los
viejecitos creían estar soñando. Se pellizcaban las manos, restregaban sus ojos
y comprendieron al fin que era verdad lo que tenía lugar ante su atónita
mirada. La niña bailaba rodeada por el viento, que levantaba los copos de nieve
en el aire traspasado de frío, y hacía flotar la sombra movediza de sus
cabellos. Y sus labios cantaban la siguiente canción:
El agua corre por mis venas,
soy agua sólo, soy de nieve,
pero yo traigo a vuestra pena
juegos y cánticos alegres.
Si me queréis con amor puro
daré alegría a vuestra casa.
Si me dejáis de amar, anuncio
que cambiaré mi cuerpo en agua.
Entre las nubes seré un soplo,
me perderé por siempre arriba
y quedaréis por siempre solos
sin el amor de vuestra hija.
—¡Milagro,
milagro! —exclamó el viejecito—. ¡Corre, trae una manta o un cobertor, algo
para arroparla!
El
anciano la tomó en sus brazos con toda la delicadeza posible, y la hija de la
nieve se abrazó a su cuello. Su esposa corrió al interior de la cabaña y trajo
una gruesa colcha; los labios de la pobre mujer sólo sabían repetir en voz
baja:
—Hijita
mía, hijita mía querida!
Una
vez dentro de la choza, la niña de nieve aclaró:
—Tened
en cuenta que el calor es mi enemigo; por lo tanto, no debo abrigarme con
exceso.
Entonces
trajeron el banco más pequeño que había en la casa y la sentaron en él, bien
apartada del fuego.
—Pero
estás desnudita —dijo la anciana—. Tendremos que comprarte ropa.
En
la aldea no había ninguna tienda, pero uno de los vecinos era sastre y zapatero
y a su casa fue el viejo en busca de un gorrito de piel y de unas botas
pequeñitas.
—¿Vas
a vestir una muñeca? —preguntó el vecino en tono de burla.
—¿Una
muñeca, dices? Cuando veas a nuestra hijita tu boca se quedará tan abierta de
la sorpresa que tendrás que cerrarla con ayuda de una palanca: nuestra hija es
la más hermosa del mundo.
El
anciano llegaba corriendo a su cabaña, enseñó alegremente lo que traía y dijo a
su esposa:
—Vamos
pronto a vestirla; yo te ayudaré.
Pusieron
a la niña de nieve un vestidito y las botitas, que eran de un color rojo
brillante, como el corazón de una granada. Pero la criatura exclamó:
—¡No,
no puedo permanecer dentro de la casa: hace demasiado calor para mí!
—¿Cómo?
—dijo la mujer—. Si ni siquiera está bien encendida la estufa.
—¿Os
olvidáis que soy de nieve? Me marcho al aire libre. Estaré bailando en el
corral toda la noche, bajo la nevada. Cuando llegue el día iré a jugar con
todos los niños.
—¿Es
que no piensas dormir?
—Yo
jamás duermo; no lo necesito. Hasta mañana.
La
hijita de la nieve se marchó al corral y allí, entre los copos que se alzaban
en remolinos a impulso del viento, estuvo bailando toda la noche. Los dos
ancianos permanecieron largo rato admirando su gracia y ligereza, aunque al
fin, vencidos por el sueño, se fueron a acostar. De todas formas, el viejo se
levantó más de una vez para asegurarse de que la niña todavía estaba allí
jugando.
Procurando
no hacer ruido, el viejo abrió la puerta del corral y pudo verla allí, bailando
sin el menor signo de cansancio, o entreteniéndose en arrojar bolitas de nieve
hacia el fulgor de las estrellas.
Al
amanecer, el matrimonio se vistió apresuradamente y corrió en busca de la niña.
—¡Hija
mía! —llamó la mujer—. Vamos a desayunar.
Entró
en la casa la hijita de la nieve y preguntó:
—¿Qué
me daréis de desayuno?
—Te
daremos un gran tazón de leche caliente, tocino frito y gachas de harina.
—¡No,
no! ¿Cómo voy a tomar esas cosas? Mi cuerpo no es como el vuestro. Cualquier
cosa caliente podría deshacerme.
—Te
daremos entonces té frío y galletitas de maíz.
—¡No,
no! Yo no puedo tomar esas cosas, porque mi cuerpo no es humano.
—¿Qué
te daremos entonces?
—Salid
al corral, coged un trozo de hielo y machacadlo en un tazón: esa será siempre
mi comida.
Los
viejos así lo hicieron, y la pequeña desayunó alegremente su ración de hielo
picado. Cuando terminó, salió a la calle a reunirse con los demás niños de la
aldea, y todos la recibieron con simpatía, tanto por su belleza como por su
habilidad para todos los juegos.
Los
dos viejos, desde la puerta de su choza, la contemplaban llenos de orgullo y de
alegría. Se trataba nada menos que de su propia hija, y ¡vaya si era fuerte y
ágil! Cuando saltaba y corría, siempre en cabeza de todos, sus botitas rojas
eran como dos llamaradas que volaban por el aire. Más tarde, los niños
organizaron una gran batalla con bolas de nieve, y nadie fue capaz de igualarla
en rapidez al hacerlas y en puntería al lanzarlas. Los dos bandos querían que
la niña fuese su capitana, y ella tuvo que prometerles que cada día encabezaría
a uno de ellos. Después, alguien propuso hacer una estatua de nieve que
representase a Baba Yaga, y la pequeña colaboró activamente sin dejar de reír
con una risa cantarina que parecía el repique de campanitas de cristal. Cuando
terminaron el trabajo, se lanzaron todos al ataque contra la bruja con bolas de
nieve. La niña tiró más y mejor que nadie, y el juego concluyó cuando la efigie
odiada se derrumbó en pedazos sobre el suelo.
Desde
la puerta de su cabaña, los dos viejos la miraban rebosantes de orgullo.
—Es
nuestra y sólo nuestra —dijo la anciana.
—Completamente
nuestra y de nadie más, ahora y para siempre —agregó su marido.
—Ahora,
todos los vecinos tendrán envidia al verla, como antes nos sucedía a nosotros.
—Pero
es nuestra hijita linda, nuestro querido pichoncito.
Al
anochecer, cuando el Sol descendió más allá del horizonte, la niña de nieve
volvió a la casa de sus padres.
—¿Ya
es hora de cenar? —preguntó.
—Sí,
hija mía —dijo la mujer—. ¿Qué quieres comer? ¿Te gustaría una rica sopita de
sémola?
—Qué
mala memoria tenéis. Traedme por favor mi trozo de hielo del corral, un tazón y
una cucharita. Cenaré un poco de hielo machacado.
Cuando
terminó de cenar dijo a sus padres que se iba a bailar al corral, como la noche
anterior.
—Pero
hija mía —dijo el anciano—, ¿no te cansarás demasiado después de jugar todo el
día?
—Acuéstate
—suplicó la mujer—. El día de hoy ha sido muy agitado para ti.
Pero
la hijita de la nieve contestó cantando entre risas:
Yo río y juego todo el día
y bailo y canto con la Luna.
Esta es mi dicha y mi fortuna
y la razón de mi alegría.
Así
transcurrió lentamente el invierno. Jamás la criatura de nieve descansó un
momento. Jugaba con sus amigos, bailaba, cantaba y reía con su garganta
cantarina. Hacía los encargos que le daba su madre sin dejar por eso de mostrar
su felicidad. Y todas las noches, después de tomarse su tazón de hielo
machacado, marchábase al corral para danzar en la oscuridad bajo las estrellas.
Los
niños de la aldea vivían más contentos que nunca, y algunas veces se
preguntaban cómo habían podido divertirse antes de que su amiga apareciese. Los
dos ancianos eran igualmente felices con aquel ser hermosísimo que no les
ocasionaba siquiera el menor gasto.
Se
acercaron los días precursores de la primavera. En el bosque, los árboles se
despojaron de la blancura que cubría sus ramas. Goteaban las aguas del deshielo
formando hilillos que iban creciendo hasta convertirse en arroyuelos claros,
camino de los ríos. Surgieron de nuevo la hierba; los tréboles y líquenes, y
asomaron su rostro las primeras flores del año. Las calles y el camino de la aldea
se desnudaron de la espesa capa de nieve y los niños comenzaron a jugar otros
juegos, sobre todo al escondite a la entrada del bosque. Con ellos iba la
sobrenatural criatura de los ancianos sin hijos, pues ninguno de los pequeños
hubiera organizado sin ella pasatiempo alguno.
Juraban
una vez al escondite entre los árboles, y los gritos de júbilo resonaban en la
penumbra y en el silencio del bosque virgen.
—¡Vamos
más lejos! —gritó la niña de nieve.
Algunos
la siguieron en su carrera, pero ninguno pudo correr entre los troncos y los
matorrales con tanta rapidez. Al fin, los muchachos se vieron solos. Llamaron a
la niña y nadie contestó. Ya era muy tarde; el Sol comenzaba a declinar y era
necesario emprender el camino de regreso. Todos juntos volvieron hacia el
caserío y allí contaron lo ocurrido.
Mientras
tanto, la hijita de la nieve se hallaba en el corazón del bosque, un poco
inquieta por primera vez. La ausencia de nieve le hacía perder el sentido de la
orientación; llamó a sus compañeros de juego y no obtuvo respuesta. Las sombras
del crepúsculo se enredaban en las ramas de los pinos y de los abetos y una
suave neblina comenzó a brotar de la tierra y a extenderse despacio limitando
aún más la visión ya confusa.
La
criatura hallábase perdida y una extraña sensación fue embargando su pecho de
nieve. Sí; ahora sentía la necesidad del amparo materno, sufría ahora el mismo
miedo, el mismo desamparo que cualquier otro niño normal hubiera sufrido en
iguales circunstancias.
Subió
a las ramas de un árbol y no pudo ver nada desde allí. La oscuridad era cada
vez más intensa, y ella se puso a llorar y a llamar a su madre. Gritó para ver
si alguno de los niños la oía, pero en vez de la respuesta que esperaba,
escuchó unos gruñidos que se iban acercando hacia donde ella estaba. Era un
viejo oso que se compadeció al ver a la criatura.
—¿Por
qué lloras, pequeña, qué te ocurre?
—¡Ay,
viejo oso, estoy perdida! ¡Cómo soy de nieve y se ha ido el invierno me es
imposible encontrar el camino de vuelta! Todos mis amiguitos han regresado a
casa y yo no sé cómo podré volver.
—¿Eso
te preocupa? —dijo el oso—. Ven conmigo; yo te llevaré.
Pero
la niña de nieve tuvo miedo.
—No,
viejo oso, no volveré contigo. Me das miedo. A ti mismo te es imposible dejar
de ser una fiera. Preferiría que otro me enseñase el camino.
—Lo
siento —dijo el oso. Y volvió a perderse en el bosque.
A
los pocos minutos se acercó con pasos cautelosos un viejo lobo de pelaje
agrisado. Se detuvo al ver a la niña y preguntó:
—¿Qué
te sucede, criatura? ¿Qué haces sola en el bosque?
—¡Ay,
lobo gris! —exclamó la pequeña.— Soy una niña de nieve y estoy perdida. Todos
mis amigos han vuelto a sus casas, pero yo no encuentro el camino que me lleve
a la mía.
—Pues
no tienes por qué preocuparte. Yo conozco el bosque de punta a cabo y te
llevaré a tu cabaña.
—No,
lobo gris —contestó la niña—. Me das miedo y no puedo evitarlo. ¿Quién me
asegura que no quieres comerme? Preferiría que fuese otro el que me acompañara.
—Lo
siento —dijo el lobo—. Te aseguro que sólo trataba de ayudarte. —Y el animal se
perdió entre los árboles.
Al
poco rato se acercó sigilosamente un viejo zorro rojo, que moviendo con alegría
su espesa cola saludó a la niña:
—¿Por
qué estás tan triste, criatura? ¿Qué haces en el bosque a estas horas?
—¡Ay,
viejo zorro, soy la hijita de la nieve y me encuentro perdida! ¿Cómo podré
encontrar el camino de mi casa? Todo está oscuro, la niebla oculta todas las
señales y mis amiguitos han regresado a la aldea.
—Bueno,
ya no tienes razón para preocuparte. Yo estoy aquí y soy capaz de encontrar a
ciegas cualquier camino. Vamos, te llevaré a tu casa.
—Zorro
rojo, pequeño zorro, tengo confianza en ti. Estoy segura de que no me harás
nada malo.
—¿Cómo
quieres que haga daño a una niñita tan linda como tú? Lo único que siento es
quedarme sin cenar, pues esta es la hora de cazar en el bosque. Pero vamos, no
importa, te llevaré a tu casa.
El
zorro y la niña de nieve comenzaron su marcha a través de los árboles. El
animal caminaba despacio, para evitar que ella tropezase con los muchos
obstáculos que sus agudos ojos percibían en la oscuridad. Al fin dejaron atrás
la extensa superficie del bosque y llegaron a la choza del viejo matrimonio,
que estaba en la puerta llorando amargamente.
—¡Pobre
hijita nuestra! —decía el viejo.
Y
repetía la anciana:
—¡Ay,
pichoncito blanco! ¿Dónde estarás perdida?
La
pequeña llegó hasta ellos dando saltos de júbilo.
—Aquí
estoy, no lloréis más. Me perdí en el bosque y siento mucho que hayáis sufrido
por mi culpa. El amable zorro rojo me ha traído con todo cuidado para evitarme
contratiempos.
El
anciano contempló al zorro con cierta desconfianza, pero al fin dijo:
—Te
agradecemos mucho lo que has hecho.
—Pues
no sabes cuánto me alegra saberlo, pues tengo mucha hambre y esta noche ya no
podré cazar.
—¿Tienes
hambre? —preguntó la anciana—. Aquí tengo un poco de pan duro que no te vendría
mal.
—¿Cómo?
—dijo el zorro—. Jamás he sabido que un animal de mi raza haya comido pan duro.
Sin ánimo de molestar he de deciros que lo que mejor vendría a mi estómago es
una gallinita tierna, pues ya estoy viejo y mis dientes no son los de antes.
—¿Una
gallina? —exclamó el hombre.
—Justamente.
¿Acaso vuestra hija no vale mucho más que esta recompensa?
La
anciana llamó aparte a su marido y le dijo en voz baja:
—Oye,
lo único cierto es que hemos recuperado a nuestra hija.
—Claro
—dijo él—, así es. ¿Qué quieres decirme?
Sencillamente,
que si ya está con nosotros. ¿Qué necesidad tenemos de darle al zorro la
gallina?
Al
viejo se le encendieron los ojos con un brillo de malicia.
—¡Qué
lista eres! Vamos a engañar al zorro. ¿Qué nos importa si tiene hambre o no?
Se
excusaron con el animalito, a quien rogaron esperase mientras iban en busca de
la gallina. Se fueron juntos al corral, tomaron dos sacos y metieron en uno la
gallina, pero en el otro pusieron al más feroz de sus perros. Una vez hecho
esto volvieron a la casa, donde el hambriento zorro aguardaba su bien ganada
recompensa.
Cuando
estuvieron todos juntos, abrieron uno de los sacos y la gallina saltó de él
cacareando. Iba a saltar el zorro sobre ella cuando el viejo abrió el otro
saco, y salió el perro gruñendo ferozmente, desnudos los colmillos, tiesas las
orejas y con los ojos lanzando llamaradas furiosas. El pobre zorro apenas si
tuvo tiempo de escapar velozmente hacia el bosque, y en él se perdió dejando en
el aire nocturno sus aullidos de pánico. Claro está que el animalito se quedó
esa noche sin cenar, pues no pudo tocar ni una pluma de la gallina.
Los
dos viejos se rieron a carcajada limpia durante buen rato.
—¡Qué
bien nos burlamos del zorro! —dijo el anciano. Y su esposa agregó:
—¡Ay,
me duele todo el cuerpo de tanto reírme! Pensar que el zorro nos trajo a la
niña y nosotros le tomamos el pelo… ¡Qué vaya a comer gratis a otra parte!
En
ese momento la hijita de la nieve, con una mezcla de tristeza y de ira en el
rostro, comenzó a cantar:
Adiós os canto. No he podido
vivir aquí feliz por siempre.
Me habéis matado, el cuerpo mío
con la maldad al agua vuelve.
Para vosotros valgo menos
que el ave al zorro prometida.
Por miserables, ya no quiero
ser en la tierra vuestra hija.
¡Adiós os digo! Vuelvo al agua
que me dio forma. ¡Madre Nieve,
toma mi vida que se apaga!
¡Adiós, adiós, vuelvo a la muerte!
Cuando
los asombrados viejos dejaron de escuchar este canto, la niña de nieve había
desaparecido. Allí en el suelo estaban su vestidito, su gorro de piel y sus
botitas rojas como el corazón de una granada, pero nada más; sólo un charco de
agua clara que se transformaba velozmente en una nubecilla ligera como un gasa,
breve como el alma de un niño que se va para siempre, triste como una canción
de despedida.
—¡No
te vayas, hijita; no nos dejes solos otra vez! —clamaron los ancianos.
Pero
la imagen de la niña de nieve ya no estaba en la choza. Sólo su voz, como un
suspiro agonizante, flotaba aún como una llamita que parpadea antes de morir
para siempre:
¡Padre querido, madre amada!
¿Por qué tan poco amor? ¡Me muero!
¡Pobre de mí, nieve que canta,
Llanto de niña, nube en vuelo!
Cuando
las últimas palabras de la tristísima canción dejaron de oírse, la puerta del
corral se abrió de repente con un golpe tremendo que hizo temblar la choza
entera. Una ráfaga de aire helado penetró en la casa, cruzó por los rostros
atónitos de los dos ancianos y volvió a perderse en la noche. Los perros de la
aldea aullaron temerosos, las estrellas cubrieron sus chispazos de luz con un
manto de nubes y los viejos, no vieron ya ni la señal del charquito de agua.
Comprendieron entonces que no habían sabido amarla como verdaderos padres, y
llorando se abrazaron en silencio, solos en medio de la noche, y esta vez para
siempre, para siempre.
El
viejo abuelo Pedro concluyó su historia. Marusia lloraba con la mirada fija,
agitado el pecho por los sollozos. Vania, esforzándose por mostrar su temple de
hombrecito, contenía su angustia mordiendo con gesto sombrío su labio inferior.
Al verlos, el buen anciano sonrió con tristeza y agregó estas últimas palabras:
—La
hijita de la nieve voló en los brazos del viento hacia la altura, pues sólo
había muerto en su forma humana. Allá estaban sus verdaderos padres, el Frío,
severo y poderoso, y la Nieve, apacible y blanquísima, aguardándola llenos de
ternura. Los dos tomaron a su hija de la mano y partieron impulsados por el
soplo de la tormenta hacia los cielos remotos del norte, donde brilla solitaria
la Estrella Polar y las auroras boreales cambian de color, como bandadas de
aves luminosas que jugasen a mudar su plumaje. Y allí está la niña, acordándose
a veces de aquellos viejecitos que lloraron su culpa de haber puesto en ella
menos amor del que una hija necesita. Algunas veces, cuando el invierno es más
riguroso, regresa a las tierras de Rusia, siente el deseo de volver a reír y
jugar como una niña más entre todos los niños. ¡Cuidado! Si alguna vez hacéis
una muñeca de nieve, pensad un poco antes de destruirla. Acaso se repita el
prodigio y cobre vida ante vosotros la pequeña hija de la Nieve. ¿Quién sabe?
Todo puede suceder en este mundo y vosotros tenéis todavía mucha vida por
delante, queridos míos.
Cuentos
del país de las nieves. “La hijita de la nieve”, cuento popular ruso, versión
literaria de Gabriel García Narezo, con ilustraciones de Adrianne Segur y
Davanzo. México: Editorial Renacimiento, S. A., 1962.