jueves, 21 de noviembre de 2013

Homenaje a César López Cuadras en la Feria del Libro Los Mochis 2013



Piedras para López Cuadras

Eduardo Antonio Parra
 
Como buen observador de las costumbres urbanas, campestres y pueblerinas, antiguas o recientes de su Sinaloa natal, Cesar López Cuadras (sin acento, supongo que a causa de la ortografía de quien redactó su acta) no dejaba de divulgarlas en pláticas de cantina, clases de literatura o en sus narraciones y novelas, tratando siempre de extraerles, además de sus significados profundos, los aspectos humorísticos que revelaban lo menos solemne de la idiosincrasia regional. Su intención, por supuesto, era dar a conocer los orígenes de una personalidad colectiva y reírse de ellas cuantas veces se pudiera; es decir, aprender a reírse de su gente, que es lo mismo que reírse de sí mismo. En sus palabras esas tradiciones devenían historias concretas, relatos sabrosos que los oyentes recibíamos con risas entre un trago y otro de cerveza y a los que por lo regular respondíamos con la recomendación “deberías escribir eso”, sin saber que muchas veces la anécdota en cuestión ya ocupaba algunas páginas de su novela en proceso entonces, o la trama completa de algún cuento próximo a publicarse.
 
Pocos narradores he conocido que, tan fácil, sepan envolver en un carácter regional a los protagonistas de sus obras sin por ello restarles la individualidad necesaria para distinguirlos de los demás. Pocos he conocido, también, con un sentido del humor tan genuino y sincero que, no obstante, pueda desvanecerse en un momento para dar paso al drama o a la tragedia, según lo requiera la historia que se cuenta.

Pero entre las tradiciones sinaloenses que siempre han llamado mi atención hubo una que no recuerdo haber comentado con él en los casi catorce años que fuimos amigos: la de ir levantando un túmulo de piedras donde se ha enterrado a un hombre –o donde cayó muerto– como muestra de respeto y homenaje. Es cierto, esta costumbre está bastante difundida en el planeta y, según algunos, tiene su origen en la cultura hebrea, como bien puede apreciarse al final del filme La lista de Schlinder; pero al menos en México sólo he escuchado de ella en Sinaloa y Baja California, donde en Tijuana ocurrió con Juan Soldado, a cuyos fieles esas mismas piedras les sirvieron para construir su santuario. Incluso Élmer Mendoza alguna vez me comentó que, de niño, cuando iba a nadar al río en Culiacán, al pasar por el sitio donde se supone que fue ahorcado Malverde, él y sus amigos también dejaban sobre el túmulo su pétrea ofrenda al bandido legendario, justo en el sitio donde después fue levantada su primera capilla.

Sí, nunca conversé con López Cuadras acerca del asunto. Pero ahora que ya no se encuentra entre nosotros y que Ediciones B publicó de manera póstuma su novela Cuatro muertos por capítulo, me encuentro en la página 36 con el siguiente pasaje, en el monólogo de un niño de la sierra que con el tiempo se convierte en narcotraficante:
 
Y ahí está la Casa Vieja, que ya nomás son unas cuantas casas medias caídas y sin gente, con los corrales llenos de portillos, y cuando pasamos por ahí, mi apá agarra una piedra y la tira en un montón de piedras que ya mero tapa una cruz de palos muy viejos, chueca y sin nombre, y que el montón de piedras ha ido poniendo de lado. Quién era, le pregunto a mi apá; y él se queda callado mirando la cruz, y al cabo de un rato me dice: Un cristiano. Se pega una santiguada y sigue el camino sin acordarse de echarme por delante. Yo también pongo una piedra en el montón y me doy mi santiguada, porque luego dicen que, si no echa uno la piedra, el difunto lo va a tomar a mal y hasta pueque te eche la maldición. Yo no sé nada, nomás lo hago porque no vaya a ser, y pego una carrerita para alcanzar a mi apá, y sin que me diga nada me le pongo delante. Y ai vamos.

Acaso López Cuadras haya sido uno de los primeros narradores en advertir que, entre todos los “méxicos” que coexisten en nuestro territorio nacional, el del noroeste –y en especial el sinaloense– es uno de los que conservan atributos culturales más peculiares y desconocidos en el resto del país. Por eso no sólo se propuso incorporar a su obra narrativa las características del lenguaje, como han hecho otros escritores paisanos suyos, sino también los rasgos históricos y geográficos que han ido conformando la identidad de quienes habitan esas regiones. Esto resulta claro desde la publicación de su primer volumen de relatos La primera vez que vi a Kim Novak, que data de 1996, hasta las novelas Cástulo Bojórquez, de 2001, y ahora Cuatro muertos por capítulo, de 2013.

En sus primeros cuentos ya se hallan presentes las características que permanecieron a lo largo de su obra, sobre todo un sarcasmo furioso que permea la visión con que observa la realidad circundante, sarcasmo que en ocasiones se transforma en fina ironía cuando narra la historia a través de la mirada o el recuerdo de la niñez, como en el relato “La primera vez que vi a Kim Novak”, donde el erotismo infantil se enreda con el humor para  dotar a la historia de una nostalgia risueña que no hace sino dar mayor contundencia a la recuperación de la memoria. O como en “El león que fue a misa de siete”, donde consigue transformar una anécdota real –que en su momento aterrorizó a toda una población– en una suerte de comedia burlesca que pone de manifiesto las limitaciones de la vida pueblerina.

Aunque también escribió relatos urbanos, a Cesar le gustaba situar sus historias en pueblos pequeños y rancherías serranas, razón por la cual su obra fue malinterpretada en varias ocasiones por críticos que quisieron encajonarlo en el costumbrismo. Nada más alejado de la escritura de este autor. Si bien López Cuadras, como lo dije líneas arriba, no eludía plasmar ciertas costumbres regionales (principalmente si le resultaban humorísticas o dramáticas), la manera en que estructuraba su material, las técnicas utilizadas para presentarlo a los lectores y los diversos géneros en los que incursionó nos hablan de un escritor adecuado a su tiempo, contemporáneo en todos sus aspectos, incluso en ocasiones posmoderno, que dominaba el oficio con soltura desde su primera publicación, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, de 1993. Quizás ello se haya debido a que su incursión en el oficio literario fue un tanto tardía, pues a pesar de ser un lector consumado durante toda su vida publicó su primera novela pasados los cuarenta años. Sin embargo, antes había dado a la imprenta varios volúmenes de economía, lo que demuestra también su variedad de intereses.

Tal versatilidad se advierte asimismo en su obra literaria. Abordó el género negro en La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, donde uno de los personajes es ni más ni menos Truman Capote después de publicar A sangre fría. Los temas de la infancia y del pueblo son predominantes en La primera vez que vi a Kim Novak. Con Cástulo Bojórquez consigue lo que podríamos llamar una verdadera “novela-corrido” al centrarse en la vida de un serrano sinaloense que pasa de campesino a judicial, de ahí a matón y finalmente a víctima, después de breves incursiones en el mundo del narcotráfico. En Macho profundo, de 1999, se aparta de sus temas habituales para construir una verdadera farsa burlesca que intenta oponerse a las tesis del feminismo (muy lejos de lo políticamente correcto, por supuesto). Y en Cuatro muertos por capítulo entra de lleno en lo que durante los últimos años se ha dado en llamar “narconovela”, con una historia familiar que trata de eludir el simple reflejo de la nota roja para profundizar en el fenómeno de la formación de los grandes capos.

Cesar López Cuadras murió por complicaciones de salud el pasado mes de abril. Su muerte fue prematura, como todas las muertes. Sin embargo, además de las ya mencionadas, dejó por lo menos otra novela inédita que pronto verá la luz en el Fondo de Cultura Económica. Con su deceso quienes lo tratamos perdimos un buen amigo, y la literatura nacional un escritor que aún tenía mucho que dar. Sin embargo, se las ingenió para dejarnos en sus libros no sólo una visión distinta de la realidad en que vivimos sino también esa ironía y ese sentido del humor furioso y corrosivo que fueron el principal rasgo de su carácter, además de todas esas historias y tradiciones que alcanzó a rescatar a través de la escritura. Por eso me gustaría que desde el más allá considerara cada una de estas páginas como una muestra de respeto y homenaje, igual que una piedra puesta en su túmulo, con el fin de que, como él mismo lo escribió, no lo tome a mal, y mucho menos me vaya a “echar la maldición”.
 


Texto leído por Eduardo Antonio Parra en la mesa redonda en homenaje a César López Cuadras, el sábado 12 de noviembre, en la 12 Feria del Libro Los Mochis 2013.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Huellas de la historia en Sinaloa...



Independencia de México en las provincias de Sinaloa y Sonora
Conferencia sobre la Independencia de México en Huellas de la historia de Sinaloa en la
Biblioteca Gilberto Owen, Isic, Culiacán

Culiacán Rosales, 5 de septiembre de 2013



Deseo agradecer al Instituto Sinaloense de Cultura que, a través de la Lic. María de la Luz Villegas Yuriar, me ha hecho esta invitación para platicar con ustedes sobre un tema por demás interesante: La independencia de México. Quiero dedicar esta intervención a la Sra. Rina Cuéllar Zazueta, artista, historiadora y amiga sin par, quien enfrenta una terrible enfermedad que consume su vida.
Empezaré diciendo que las ideas son inmortales, que las ideas convertidas en ideales sociales son indestructibles y que en un momento dado, como puede ser la represión o la muerte de un líder social, puede detener su desarrollo, pero nunca será contenida para siempre.
Quiero preguntarles, ¿cuál es la fuerza más poderosa que mueve al hombre, a las muchedumbres, a las sociedades? ¿Será la lucha por el poder, la apropiación de la riqueza, el afán de alcanzar la fama para escribir su nombre en las páginas de la historia?
Los motores que han movido a la sociedad a lo largo de su historia, que transforman a los pueblos sometidos en poderosos volcanes que arrasan con el modo de vivir establecido en la incesante búsqueda de imponer nuevos modelos, son las palabras que nacieron en la mente de algún individuo y se desarrollaron hasta convertirse en los conceptos y categorías que han conmovido al mundo haciendo de ellos objetivos sociales ampliamente aceptados por los individuos que van contagiando a las sociedades hasta hacerlas capaces de luchar por lo que significan.
Por eso es que al tocar el tema de la independencia nacional tenemos que traer a esta mesa de análisis las palabras que, al igual que ayer, siguen causando temores a los detentadores de las fuerzas que persiguen el sojuzgamiento de los pueblos.

Para hablar de la independencia de México es necesario recurrir a la libertad y a la igualdad como pilares fundamentales en que se sustenta la capacidad para decidir el destino de nuestro pueblo.
La fuerza más poderosa, porque se mantiene viva, superándose constantemente porque habita en la conciencia de los hombres, es el ideal revolucionario, el cual la historia nos ha demostrado que no existe bala ni bomba capaz de aniquilarlo y que sólo es posible detenerlo, vencerlo momentáneamente, por medio de la traición.

La muerte de los idealistas revolucionarios no acaba con los ideales porque otros luchadores los retomaron, adoptaron, transformaron y superaron, asimilándolos a otros momentos y lugares.
Hablar de la independencia de México, de esta gran hazaña histórica que no termina, nos permite referirnos a dos momentos: Antes del 15 de septiembre de 1810 y después de esta fecha en que los mexicanos conmemoramos el inicio de la guerra de independencia.

Veamos que sucedió antes de esa fecha:
En 1767, Carlos III, Rey de España, expulsó a los jesuitas de sus dominios en un intento de imponer el poder absoluto sobre sus vasallos. Esta medida inició un proceso de transformación colonial tendiente a hacer del imperio español una entidad que recuperara su fuerza económica y su influencia política en las cortes europeas.

En 1776, las colonias inglesas en el continente americano proclamaron su independencia del imperio británico, marcando un ejemplo a seguir en los virreinatos españoles en el nuevo continente. Se dan su primera constitución y nombran un gobierno autónomo e independiente.
En 1783, el Rey de España, al firmar los Tratados de París, reconoció la independencia de las colonias inglesas en América y con este motivo el Conde Aranda le aconsejó que otorgara la independencia a los virreinatos, que colocara tres príncipes a la cabeza de México, Perú y las otras posesiones y que él se erigiera en emperador y cabeza de la familia reinante. Por fortuna, Carlos III no le hizo caso.

En 1789 el pueblo francés depone y decapita a su rey, establece un nuevo gobierno bajo la divisa de libertad, igualdad y fraternidad, convulsionando al mundo a tal grado que poco después Napoleón Bonaparte se transformó de un simple soldado en el emperador francés con amplio dominio sobre Europa y notable influencia en el destino de las colonias españolas en América.
En 1807 España, a través del Tratado de Fontainbleau, permite que las tropas francesas, en su pretendido paso a Portugal, se apoderen de las principales ciudades, estrategia que le permitió a Napoleón aprisionar a la familia real y obligar al rey a dimitir para llevar a Fernando VII al trono y obligarlo a renunciar para imponer a José Bonaparte en la silla reinante.

El 2 de mayo de 1808 el pueblo español se amotina contra los franceses reclamando la reimposición de sus reyes.
Casi cien días después, un mes después de los 70 a 75 días que tardaron en llegar las noticias de España a Veracruz, –los barcos tardaban ese tiempo para cruzar el Atlántico–, el Lic. Francisco Primo de Verdad y Ramos propuso al Cabildo Metropolitano del Virreinato de la Nueva España, la organización de un gobierno emanado de la soberanía popular, o sea nombrado por ellos como pueblo, dada la incapacidad de la familia real para ejercer el poder. Cuatro días después este Cabildo proclamó a Fernando VII Rey de España y legítimo gobernante de las colonias americanas.

El 27 de agosto, 18 días después que el Lic. Verdad y Ramos propuso la formación de un nuevo gobierno, la poderosísima Santa Inquisición, el brazo más temible de la jerarquía católica, rechazó la idea libertaria de Primo de Verdad declarándola herética.
Sin embargo, las ideas ya habían prendido en el espíritu de algunos hombres y el 31 de agosto don Jacobo Villaurrutia, Alcalde de Corte del Virreinato de la Nueva España, propuso que el cabildo Metropolitano convocara a una asamblea de diputados para formar un nuevo gobierno. El Virrey José de Iturrigaray simpatizaba con esta idea pero carecía de la fuerza necesaria para imponerla.

Ante la posibilidad de que esta situación se complicara más, Gabriel de Yermo a la Cabeza de un grupo contrario a estas ideas, ejecuta un golpe de estado contra Iturrigaray para garantizar la defensa de los intereses de los españoles y que no hubiese cambios en la vida colonial.
Todo esto pasaba en la capital de la Nueva España. Mientras tanto, en la península ibérica las cosas habían marchado de otro modo.

El 25 de septiembre se organizó la junta Central de Aranjuez para salvaguardar los derechos de la familia real al trono español.
Diez días después, en la cárcel de la Nueva España apareció ahorcado el Lic. Francisco Primo de Verdad, convirtiéndose en uno de los precursores de la independencia de la Nueva España.

El 28 de enero de 1809, la Junta de Sevilla reconoce el derecho de los americanos para participar en la Junta Central Gubernativa que mandaba en lugar del rey oponiéndose a los deseos de Napoleón Bonaparte.
Con base en estos acuerdos, el 4 de octubre el Consejo de Castilla en España aceptó a Manuel Lardizábal como miembro de este organismo, mas él nunca promovió la independencia de la colonia española en ultramar.

El 21 de diciembre de 1809 abortó la conspiración de Valladolid, hoy Morelia, donde participaron, entre otros personajes, José Manuel y Nicolás Michelena, Ignacio Allende y Mariano Abasolo.
En 1810, el 14 de febrero, el Consejo de la Regencia, organismo creado para ejercer el poder en ausencia de la familia real, invitó a los diputados americanos a formar parte de la redacción de la Constitución de Cádiz.

En la Nueva España, el 18 de mayo se publicó la convocatoria para elegir diputados a las Cortes de Cádiz, resultando electo el sacerdote Manuel María Moreno por las Provincias Internas de Occidente, o sea Sonora y Sinaloa, y Miguel Ramos Arizpe por las de Oriente, sobresaliendo por la contundencia de los argumentos de su pensamiento libertario.

El 24 de septiembre se instalaron las Cortes de Cádiz y el 24 de octubre decretaron la igualdad de europeos y americanos, acuerdo que tuvo un profundo e importante significado en la historia de México y de la humanidad.
Dejemos atrás la experiencia española y volvamos a la Nueva España.

En la parroquia de Dolores, antigua provincia de Guanajuato, el cura don Miguel Hidalgo y Costilla, ex alumno jesuita, sacerdote ilustrado acusado de leer libros prohibidos que fueron traídos desde Europa, hombre que llegó a ser Rector del Colegio de San Nicolás en Morelia, promovió un movimiento popular para luchar por la independencia de la Nueva España bajo la bandera de ¡Viva Fernando VII y muera el mal gobierno!, refiriéndose al gobernante impuesto por la bota napoleónica en el trono español.
El 15 de septiembre de 1810, con el famoso grito de Dolores inicia un movimiento popular comandado por Hidalgo, Allende, Abasolo, Jiménez y muchos insurgentes más, que ofrendaron su vida por la liberación de la Nueva España.

Esta lucha se ha dividido en tres etapas para facilitar su análisis. En la primera se extiende el movimiento, aunque las desavenencias de Hidalgo y los militares, Allende sobre todo, no permitieron articular las fuerzas insurgentes, conduciendo a la derrota del contingente militar.
En esta etapa, el 6 de diciembre Hidalgo abolió la esclavitud en Guadalajara y al día siguiente comisionó a su pariente, José María González Hermosillo para que se trasladara a las Provincias Internas de Occidente, o sea Sinaloa y Sonora y propagara en ellas la lucha insurgente.

Acatando órdenes, el 22 de diciembre ataca el Real de Minas de El Rosario, lo toma a sangre y fuego a pesar de la huida del contingente realista y poco después ocupa la Villa de San Sebastián, hoy Concordia Heroica, donde permanece 40 días a pesar de las excitativas de Hidalgo de que tomara Cosalá, donde presumían la existencia de una fuerte cantidad de oro y plata.
Por fin, el ejército insurgente, integrado por cerca de 4,000 hombres, parte y al pretender tomar San Ignacio son derrotados por una partida de indios ópatas que desde Sonora acompañó al Brigadier Alejo García Conde, derrotando al contingente y obligando el abandono de pertrechos, víveres y la correspondencia donde encontraron las cartas que de puño y letra le envió Hidalgo ordenándole que diera muerte, con sigilo y en lugares aislados, a los oponentes a la lucha insurgente. Estas cartas fueron fatales en el juicio que le siguieron en Chihuahua al Padre de la Patria.

Sin embargo, no todos los insurgentes murieron. Pablo de Villavicencio, el famoso Payo del Rosario, quedó herido de una pierna que le obligó a cojear toda su vida; otros más al mando huyeron a la sierra de Badiraguato y allá los encabezó Apolonio García para ir a tomar la Villa de El Fuerte, la población más rica de la región. Este contingente salió en marzo de 1811, pasó por las cercanías de Badiraguato, Mocorito, Bacubirito, la Villa de Sinaloa, Ocoroni y al llegar a Mochicahui fueron derrotados por una escuadra realista al mando del Teniente Juan José Padilla.
Como podemos ver, en Sinaloa tenemos tres rutas:

La del contingente que envió Hidalgo al mando de González Hermosillo que cubrió Guadalajara, Rosario, San Sebastián –hoy Concordia- y San Ignacio.
La del contingente realista integrado por los ópatas, dirigido por García Conde, que salió del Pitic –Hermosillo– y sin pasar por los pueblos llegó a San Ignacio para derrotar a los insurgentes, y

La armada por los contingentes indígenas de la Sierra de Badiraguato en los pueblos de Morirato y Cariatapa, que fue a morir en Mochicahui rumbo a la Villa de El Fuerte.
Pero la lucha insurgente no acabó con la vida de Hidalgo, porque en el camino a Charo, pueblo de Michoacán, éste se encontró a José María Morelos, su antiguo alumno, instruyéndolo para que extendiera la lucha por la costa del sur, disposición que acató a costa de su vida. Organizó un contingente poderoso, se enfrentó y derrotó a las fuerzas realistas, soportó el sitio de Cuautla, tomó el puerto de Acapulco, hizo gobierno y nombró autoridades en los pueblos dominados y, más importante, al Congreso de Anáhuac para darle autoridad al movimiento unificando las fuerzas insurgentes.

Morelos convocó al Congreso de Anáhuac, reuniéndolo el 13 de septiembre de 1813 en Apatzingan y el 14 les dio a conocer el documento más importante de la historia de México hasta esa fecha: Los Sentimientos de la Nación, conjunto de aspiraciones populares que encarnaban el sentir del pueblo insurgente, convirtiéndose en la expresión jurídica de gran valor porque en él se reclamaba la libertad de los individuos y la igualdad social como base indispensable para establecer la independencia nacional. Aquí deseo enfatizar un hecho importante: Andrés Quintana Roo, diputado al Congreso de Anáhuac, fue secretario de Morelos y a él le correspondió dar forma gramatical al profundo sentir del Generalísimo convertido en Siervo de la Nación, de ahí el porqué uno de los estados mexicanos lleva su nombre, al igual que otros se llaman Guerrero e Hidalgo y la capital michoacana lleva el nombre de Morelia.
Morelos no luchó por traer a Fernando VII ni a ningún miembro de la familia real para que gobernase la Nueva España: Morelos luchó para declarar la independencia de la Nueva España y que en su pueblo se diera la forma de gobierno que mejor entendiera; él declaró a México libre e independiente de España. Sin embargo, no todo sale como lo pensamos.

Morelos, para salvar al Congreso, arriesgó su vida y fue detenido por los realistas; después de un largo proceso que le consumió la vida, sin abjurar a su pensamiento libertario, fue fusilado el 22 de diciembre de 1815, una vez que la mujer del Virrey Félix María Calleja parió sin problemas.
Los Sentimientos de la Nación son el sustento de la Constitución de 1824, donde México se hace república; la de 1857, liberal y nacionalista; la de 1917, revolucionaria y solidaria, que todavía nos rige, con algunas reformas.

Aquí en el Noroeste, en Tamazula, Durango, a fines del siglo XVIII nació un niño al que pusieron por nombre José Miguel Ramón Adaucto Fernández Félix, que andado el tiempo cambió por el de Guadalupe Victoria, el escribano de Morelos que cambió la pluma por la espada para cubrirse de gloria en la toma de Oaxaca. Victoria es un insurgente auténtico, invicto, que fue electo primer presidente de México en 1824 haciendo una gestión importante hasta entregar el poder en 1828. Su acción ejecutiva fue trascendente: Estableció relaciones diplomáticas con otros países, le dio asiento al Distrito Federal como sede de los poderes presidenciales, ordenó la recaudación fiscal, negoció la deuda contraída por los gobiernos anteriores y entregó el poder; después de un proceso electoral convulsionado, pero lo entregó.
Victoria, epiléptico, murió en 1846 ordenándole al médico que cortara su cuerpo en tres partes para que se enviaran: la cabeza a la ciudad de México, para que sus amigos y enemigos se dieran cuenta de su muerte; el tronco y los brazos, a Puebla, donde se encontraba lo que más amó en la vida y las piernas a Veracruz, en recuerdo de sus andanzas por la sierra exuberante que le permitió ganar y perder en la lucha por la independencia.

Con Guadalupe Victoria, el Noroeste cubre su cuota de personajes en esta etapa de la lucha por la independencia.
Como podemos ver, el ideal, la idea revolucionaria, la que pretende transformar el momento que vivimos para construir otro mejor, es una constante en la historia de la humanidad y desde luego, ni México ni Sinaloa son lugares de excepción.

Ahora bien, ¿cómo podemos mantener viva la flama de la libertad y la independencia nacional? ¿Somos realmente una nación libre e independiente? ¿Tomamos nuestras decisiones con plena autonomía?
Hoy que el Gobierno de la República ha puesto en marcha una reforma energética, ¿se está haciendo con libertad para garantizar nuestra independencia nacional o se esconde en sus argumentos el interés extranjero de apoderarse de la sangre negra que corre en el subsuelo nacional? Como vemos, garantizar la independencia, la libertad y el destino nacional es una tarea diaria, permanente, que no admite desvíos ni desvaríos.

Por eso la historia se convierte en una materia de estudio, porque en cada hecho histórico encontramos la enseñanza que requerimos para mantener nuestra independencia nacional. Si liberarnos del yugo español fue una gesta heroica, mantener la independencia nacional frente a los apetitos imperialistas es otra hazaña que nos corresponde realizar a las presentes generaciones.
De ahí que, para mantener la soberanía, la independencia y la libertad, tenemos la obligación de conocer la historia, de estudiarla con profundidad para corresponder a los esfuerzos libertarios de nuestros héroes que iniciaron la lucha hace poco mas de 200 años.
 
Nicolás Vidales Soto
 

 

 

 

lunes, 17 de junio de 2013

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Fragmento)

 
 


     Y las únicas personas que usted conoce en la tierra –dijo Isidore–, son sus amigos inmigrantes.

     Nos conocíamos antes del viaje; vivíamos todos cerca de Nueva Nueva York. Roy Baty e Irmgard tenían una farmacia; él es farmacéutico y ella se ocupa de cremas y cosméticos. Las mujeres de Marte están obligadas a usar una cantidad de acondicionadores de la piel. Y yo –vaciló–, tomaba las drogas que me daba Roy. Al principio las necesitaba porque... De todos modos, es un lugar horrible –con un gesto violento indicó sus habitaciones–. Usted piensa que yo sufro porque me siento sola. Pero esto no es nada: todo Marte es un lugar solitario. Mucho peor.

     Y los androides, ¿no son una compañía? He oído un anuncio… Yo creía que los androides ayudaban –Isidore se sentó y comió, ella alzó su vaso de vino y bebió inexpresivamente.

     Los androides también se sienten solos –respondió Pris.

     ¿Le gusta el vino?

     Es muy bueno. –Pris apoyó el vaso sobre la mesa.

     Es la primera botella que veo en tres años.

     Volvimos –continuó ella–, porque nadie debería vivir allá. Ese planeta no ha sido nunca un lugar habitable, al menos durante el último billón de años. Es tan viejo…, uno siente esa terrible vejez en las mismas piedras. Al principio Roy me daba drogas. Yo lograba sobrevivir merced a un nuevo analgésico sintético: la silenicina. Y conocí entonces a Horst Harman, que tenía una tienda de sellos, de viejos sellos de correo. Hay mucho tiempo disponible y uno necesita un hobby, algo que ocupe infinitamente la atención. Y Horst logró que yo me interesara por la ficción precolonial.

     ¿Quiere decir, libros antiguos?

     Narraciones de viajes espaciales, escritas antes de los viajes espaciales.

     ¿Y cómo podía haber narraciones antes de…?

     Los escritores sabían.

     Pero ¿en qué se fundaban?

     En la imaginación. Muchas veces se equivocaban. Por ejemplo, contaban que Venus era una jungla paradisiaca con enormes monstruos y mujeres con corazas brillantes. –Pris lo miró–. ¿No le gusta la idea? ¿Mujeres de largas trenzas rubias y refulgentes placas pectorales del tamaño de melones?

     No –respondió Isidore.

     Irmgard es rubia, pero pequeña –continuó Pris–. Pues bien, sea como fuere, es posible ganar fortunas con el contrabando de ficción precolonial, de revistas, libros y películas, a Marte. No hay cosa más excitante que leer historias de ciudades y empresas industriales inmensas o de una colonización verdaderamente lograda. Uno se imagina cómo podría haber sido todo. Cómo habría tenido que ser Marte. Los canales…

     ¿Canales? –Isidore recordaba vagamente algo al respecto. Antiguamente se creía que había canales en Marte.

     Cruzaban el planeta en todas direcciones –siguió Pris–. Y otros cuentos hablan de seres infinitamente sabios, de otras estrellas. Y otros de la Tierra en el futuro, en nuestra época, y más adelante. Cuando ya no haya más polvo radioactivo.

     Y leer eso, ¿no hace que uno se sienta peor? –preguntó Isidore.

     No –respondió sencillamente Pris.

     ¿Has traído algún material de lectura precolonial? –pensó que podía leer algo.

     Aquí no tiene valor, no está de moda. Y de todas maneras, las bibliotecas están repletas. Nosotros lo conseguimos así: se roba en las bibliotecas de la Tierra y se envía por cohete automático a Marte. Y una está vagando por el espacio, a la noche, y ve de improviso un destello, y un cohete llega y se abre y de su interior se derraman las viejas revistas de ficción precolonial. Una fortuna. Y por supuesto, las leemos antes de venderlas –cada vez le entusiasmaba más el tema–. Y de todas…

Un golpe en la puerta.

Palideciendo, Pris susurró:

     No puedo abrir. No haga ruido, no se mueva –intentó escuchar–. Me pregunto si cerré la puerta –dijo en voz casi inaudible–. Espero que sí –sus ojos, muy grandes, se fijaron en él, como si le rogara que convirtiera su deseo en realidad.

Una voz distante dijo:

     Pris, ¿estás aquí?

     Somos Irmgard y Roy –dijo una voz masculina–. Recibimos tu mensaje.

Pris se puso de pie, fue hasta el dormitorio, y reapareció con papel y lápiz. Volvió a sentarse y rasguñó unas palabras: “Vaya a la puerta”.

Isidore, nerviosamente, cogió el lápiz y escribió: “¿Qué les digo?”

Pris respondió: “Vea si de verdad son ellos”.

Isidore se dirigió a la sala. “¿Cómo haré para saber si son ellos?”. Abrió la puerta.

Había dos personas. Una mujer pequeña, de ojos azules y pelo rubio claro, con un encanto que evocaba el de Greta Garbo. El hombre era más alto; sus ojos eran inteligentes, pero sus achatados rasgos mongólicos le daban un aire brutal. La mujer vestía un abrigo a la moda, altas botas brillantes y pantalones; el hombre llevaba una camisa arrugada y unos pantalones manchados, como si buscara deliberadamente un aspecto vulgar. Le sonrió a Isidore, pero sus ojos pequeños, brillantes, eran huidizos.

     Estamos buscando… –dijo la rubia pequeña, y en ese momento miró más allá de Isidore y su rostro se iluminó de felicidad. Pasó velozmente al lado del hombre, exclamando–: ¡Pris! ¿Cómo estás?

Isidore se volvió. Las dos mujeres se abrazaban. Se hizo a un lado, y entró el sombrío y corpulento Roy Bety, con su sonrisa torcida en inexpresiva.
 
Philip K. Dick

 

miércoles, 12 de junio de 2013

Referentes literarios en Una lectora nada común, de Alan Bennett


 
Su trabajo consistía en mostrar interés, pero no en interesarse. Y además leer no era hacer algo. Ella hacía cosas.

Cuando empezamos un libro lo terminamos. Nos han educado así. Libros, pan y mantequilla, puré de patatas: no hay que dejar nada en el plato. Siempre ha sido nuestra filosofía.

A la caza del amor resultó ser una elección afortunada y, muy a su manera, memorable. Si Su Majestad hubiera escogida otro tostón, una de las primeras obras de George Eliot o una de las últimas de Henry James, lectora novata como era, habría podido abandonar la lectura para siempre y aquí no habría historia que contar. Habría pensado que los libros dan trabajo.

Su Majestad era muy convencional, y cuando empezó a leer pensó que quizá debiera hacerlo, al menos en parte, en el lugar habilitado a tal efecto, es decir, en la biblioteca. Pero aunque la llamasen así y estuviese, de hecho, tapizada de libros, rara vez –si es que hubo alguna– leía alguien allí. Allí se lanzaban ultimátums, se trazaban líneas, se recopilaban devocionarios y se decidían matrimonios, pero si alguien quería enfrascarse en un libro, la biblioteca no era el lugar adecuado. Ni siquiera era fácil echar mano de un volumen en los anaqueles abiertos, así llamados a pesar de que estaban secuestrados dentro de jaulas doradas y cerradas con llave. Muchos eran de un valor incalculable, lo cual constituía otro impedimento. No, para leer era mejor hacerlo en un lugar no destinado a ello. La reina se sintió así legitimada a volver al piso de arriba.

Aunque patrocinadora de la Biblioteca de Londres, apenas había puesto un pie allí y tampoco, por supuesto, Norman, que volvió entusiasmado. Aquel lugar era una antigüedad, la clase de biblioteca de la que sólo había oído hablar en los libros y que había creído relegada al pasado. Había recorrido sus laberínticos estantes maravillado de poder (o, mejor dicho, de que ella pudiese) llevarse prestado cualquier libro que se le antojase. Tan contagiosa era su emoción que la reina pensó que la próxima vez tal vez le acompañaría.

Lo que asimismo estaba descubriendo era que un libro llevaba a otro, nuevas puertas se abrían dondequiera que mirase y los días no eran lo bastante largos para leer todo lo que ella quería.

Aleccionar no es leer. De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante. El aleccionador cierra un tema, la lectura lo abre.

Tras haber descubierto los placeres de leer, a Su Majestad le encantaba transmitírselos a los demás

—¿Lee, libros? —Casi nunca encuentro tiempo. —Es lo que dice mucha gente. Hay que encontrarlo. Por ejemplo esta mañana. Va a estar esperándome sentado delante del ayuntamiento. Podría leer entonces. —¿Leer? Pues claro que leía. Todo mundo leía. Abrió la guantera y sacó su ejemplar del sun.

La lectura, sin embargo, le incomodaba. —Creo señora, que aunque no exactamente elitista, transmite una mala onda. Tiende a excluir. —¿Excluir? Pero casi todo el mundo sabe leer...   —Sabe leer,  señora, pero no estoy seguro de que lo hagan. —Entonces, Sir Kevin, le estoy dando un buen ejemplo.

¿Pasatiempo? Los libros no hablan de pasar el tiempo. Hablan de otras vidas. Otros mundos.

—Creo que leo porque tenemos el deber de descubrir cómo es la gente. Norman no se sentía sometido a ninguna obligación así y no leía para instruirse, sino por puro placer, aunque veía que parte del placer residía en aprender. Pero el deber no influía en absoluto.

A los libros no les importaba quién los leía o si alguien los leía o no. Todos los lectores eran iguales, ella incluida. La literatura, pensó, es una mancomunidad, las letras, una república. La república de las letras. Los libros no se sometían. Todos los lectores eran iguales y esto le remontaba a los comienzos de su vida. era un acto anónimo; era compartido, era común.

En cuanto cogió ritmo, el deseo de leer dejó de parecerle extraño y los libros, a los que se había acercado con tanta precaución, se convirtieron poco a poco en su elemento.

Un libro es un artefacto para encender la imaginación.

La reina había abandonado sus antiguas pautas de interrogación –años en el servicio, la distancia recorrida, lugar de origen– y había adoptado una nueva táctica para entablar conversación, a saber: “¿Qué está leyendo en este momento?” para lo cual muy pocos súbditos leales de Su Majestad tenían una respuesta preparada. Aunque uno lo intentó: “¿La Biblia?” de ahí las pausas embarazosas que la reina solía llenar diciendo: “Yo estoy leyendo…”, y a veces incluso rebuscaba en el bolso y les dejaba vislumbrar el afortunado volumen. No era de extrañar que las audiencias se volvieran más largas e irregulares y que un número creciente de sus cariñosos súbditos se marchara lamentando no haber estado a la altura y con la sensación de que la soberana en cierto modo les había lanzado una pregunta envenenada.

—¿Qué está leyendo? Pero ¿qué clase de pregunta es ésa? La mayoría de la gente, pobre, no está leyendo nada. Pero si alguien lo dice, la señora mete la mano en el bolso, saca un volumen que acaba de terminar y se lo regala.

Leer es retraerse. No estar disponible. Sería más fácil de asimilar si fuera una actividad menos... egoísta. —¿Egoísta? —Quizá debería decir solipsista. Tendríamos que asociar sus lecturas con una finalidad más amplia: la alfabetización del país entero, por ejemplo, o mejorar el nivel de lo que leen los jóvenes. —Nosotros leemos por placer. No es un deber público. —Quizá debería serlo.

Así las cosas, a menudo topaban con ella en rincones extraños y poco frecuentados de sus diversas residencias, con las gafas en la punta de la nariz y un lápiz a su lado. Lanzaba una breve ojeada y levantaba una mano, en vago ademán de reconocimiento. “Bueno, me alegro de que haya alguien feliz”, decía el duque. Y era verdad: ella lo era. Le gustaba leer más que ninguna otra cosa y devoraba libros a una velocidad pasmosa, aunque, aparte de Norman, no hubiera nadie que pudiera pasmarse.

Sentía respecto a la lectura lo mismo que algunos escritores sienten respecto a la escritura: que era imposible prescindir de ella y que en aquella etapa tardía de su vida ella había sido elegida para leer del mismo modo que otros lo habían sido para escribir.

La propia infinitud del número de libros era un desafío y no sabía por dónde continuar; no leía con método, sino que un libro conducía a otro y a menudo leía dos o tres al mismo tiempo. La fase siguiente fue cuando empezó a tomar notas, y a partir de entonces leía siempre con un lápiz a mano, no para resumir el texto sino simplemente para transcribir pasajes que le gustaban. Sólo al cabo de un año, más o menos, de leer y tomar notas, se aventuró a apuntar algunos pensamientos propios. “Considero la literatura”, escribió, “un vasto país que estoy recorriendo, pero a cuyos confines más lejanos no llegaré nunca. Y he empezado muy tarde. Nunca me pondré al día”.

“¿Soy la única”, escribió, “que querría echar un rapapolvo a Henry James?” “Entiendo por qué el doctor Johnson es tan apreciado, pero mucho de lo que dice ¿no es pura broza dogmática?” Estaba leyendo a Henry James a la hora del té cuando dijo en voz alta: —Oh, termina de una vez.

En el momento no se le ocurrió pensar que aquel arranque de consideración tuviese algo que ver con los libros y hasta con el perpetuamente irritante Henry James. Pero más adelante sí lo pensaría y en una de sus últimas notas escribió: “Creo que quizá me estoy convirtiendo en un ser humano. No estoy segura de que sea una evolución bien recibida”. Y a continuación se le ocurrió poner la fecha.

Un escritor escocés se reveló particularmente temible. A la pregunta de dónde le venía la inspiración, dijo brutalmente: “No viene, Majestad. Hay que salir a buscarla”.

La reina no tardó en llegar a la conclusión de que probablemente lo mejor era conocer a los escritores en las páginas de sus novelas, y más bien como productos de la imaginación del lector, al igual que los personajes de sus libros. No parecían agradecer que alguien hubiera tenido la gentileza de leer sus escritos. Al contrario, parecían haber tenido la amabilidad de escribirlos.

Empezó su alocución navideña con el párrafo inicial de Historia de dos ciudades (“Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”), pero lo hizo muy bien. Al leer directamente del libro y no del teleprompter recordó a sus oyentes más viejos (que eran la mayoría) a aquellos maestros que les leían en la escuela y de los que algunos todavía se acordaban.

—La señora está cansada –decía su sirvienta al oírla rezongar ante su mesa–. Es hora de que la señora se tome algún descanso. Pero no era eso. Era la lectura, y había veces que deseaba no haber abierto nunca un libro y entrado en otras vidas. La había echado a perder. O al menos la había echado a perder para su oficio.

Había advertido que las preferencias de Norman a veces eran sospechosas. En igualdad de condiciones, tendía a preferir autores gay, de ahí su conocimiento de Genet. Algunos le gustaban –las novelas de Mary Renault, por ejemplo, la fascinaban–, pero no tanto otros de creencias heréticas, como Denton Welch (un predilecto de Norman), que le parecía demasiado morboso, e Isherwood (no tenía tiempo para sus meditaciones). Era una lectora rápida y directa; no quería regodearse en nada.

Obras de Thackeray, Balzac, Turguéniev, Dickens, Trollope, George Eliot, Hardy, que en otro tiempo habría juzgado inaccesibles, pero que ahora recorría de principio a fin, con el lápiz siempre a mano, y reconciliándose en el proceso incluso con Henry James, cuyas divagaciones a esta altura le parecían bien. “Al fin y al cabo”, anotó en su libreta, “las novelas no se escriben en línea recta”.

—No hay nada malo en leer, señora. —Nos alivia oír eso. —Es cuando se lleva al extremo. Ahí está lo malo. —¿Está sugiriendo que racionemos las lecturas?

—¿Alguna vez Su Majestad ha pensado en escribir? —No –contestó la reina, aunque era mentira–. ¿De dónde sacaríamos el tiempo? —Lo saca para leer. Lo cierto era que Sir Claude no tenía idea de lo que la reina debería escribir o incluso de si debería escribir, y sólo le había sugerido la escritura para apartarla de la lectura y porque según su experiencia rara vez se escribía. Era un impasse. Llevaba veinte años escribiendo sus memorias y ni siquiera había escrito cincuenta páginas. —Sí. Su Majestad debe escribir. Pero yo puedo darle un consejo. No empiece por el principio. Es un error que yo cometí. Empiece por la mitad. La cronología es muy disuasoria.

“No tengo voz”. Se le ocurrió la idea (que anotó al día siguiente) de que leer era, entre otras cosas, un músculo que ella, al parecer, había desarrollado. Leyó la novela con gran placer y sin tropiezos, riéndose de observaciones que apenas pretendían ser jocosas y en las que no había reparado antes. Y a través de todo el texto oía la voz de Ivy Compton-Burnett, nada sentimental, severa y juiciosa. Oía su voz tan claramente como horas antes, aquella noche, había oído la de Mozart. Cerró el libro. Y repitió en voz alta: “No tengo voz”.

Ella, que nunca había estado sometida a nadie, sería igual que todo el mundo. Leer no cambiaba esto; escribir quizá lo hiciera.

Si le hubieran preguntado si la lectura había enriquecido su vida habría contestado que sí, sin duda alguna, aunque habría añadido con la misma certeza que al mismo tiempo la había vaciado de toda finalidad. En otra época era una mujer resuelta y segura de sí misma, que sabía cuál era su deber y tenía intención de cumplirlo todo el tiempo que pudiera. Ahora muchísimas veces estaba dubitativa. Leer no era actuar, eso era lo malo. Y a pesar de su edad era una mujer activa. Volvió a encender la luz, tomó su libreta y escribió: “No pones la vida en los libros. La encuentras en ellos”. Y se quedó dormida.

Descubrió, sin embargo, que cuando había escrito algo, aunque sólo fuese una anotación en su libreta, estaba tan feliz como lo era antaño leyendo. Y otra vez cayó en la cuenta de que no quería ser una simple lectora. Un lector era casi lo mismo que un espectador, mientras que cuando escribía, actuaba, y actuar era su deber.

—Me pregunto –dijo ella, dirigiéndose a su otro vecino– si como profesor de escritura creativa admitiría que leer ablanda, mientras que escribir hace lo contrario. Para escribir hay que ser duro, ¿no cree? Nadie iba a decírselo, pensó. Escribir, como leer, era algo que tendría que hacer por su cuenta.

Como quizá algunos sepan, en los últimos años me he convertido en una voraz lectora. Los libros han enriquecido mi vida de una forma que nunca habría esperado. Pero los libros no lo son todo y creo que es hora de pasar de lectora a escritora, o al menos de intentarlo.

El libro de Proust es largo, pero si el esquí acuático lo permite, se puede leer entero en las vacaciones de verano. Al final de la novela, Marcel, que es el narrador, repasa una vida que en realidad no ha sido muy fructífera y decide redimirla escribiendo la novela que de hecho acabamos de leer, y de paso desentraña algunos de los secretos de la memoria y el recuerdo.

Los libros, como sin duda sabe, no suelen inducir a la acción. Los libros, por lo general, sólo nos confirman lo que, quizá involuntariamente, ya hemos decidido hacer. Leemos un libro para que nos confirme nuestras convicciones. Un libro, por así decirlo, cierra el libro.

—Quien sabe –dijo la reina, alegremente–, quizá desemboque en literatura. —Yo habría pensado –dijo el premier– que Su Majestad estaba por encima de la literatura. —¿Por encima? –dijo ella–. ¿Quién está por encima de la literatura? Es como si dijera que estoy por encima de la humanidad. Pero, como digo, mi propósito no es primordialmente literario: análisis y reflexión.

Pero no hay que hablar de escribir porque entonces no se escribe nunca.
 
Escritores leídos por Su Majestad:
Jean Genet
Cecil Beaton
David Hockney
Ivy Compton-Burnett
Nancy Mitford. A la caza del amor /  Amor en clima frío
George Eliot
Henry James
J. R. Ackerley. Mi perro Tulipán / Autobiografía
Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas
E. M. Forster. Howards end
Masefield
Walter de la Mare
T. S. Eliot
Priestley
Philip Larkin. “Los árboles”
Ted Hughes
Robert Frost
Diccionario de citas
Charles Dickens. Grandes esperanzas
Anita Brookner
Ian McEwan
A. S. Byatt
Dylan Thomas
John Cowper Powys
Jan Morris
Kilvert
Andy McNab
Joanna Trollope
Virginia Woolf
Harry Potter
Kamasutra
Vikram Seth
Salman Rushdie
Sylvia Plath
Lauren Bacall. Memorias
Winifred Holtby
Thackeray
Las Brontë
Thomas Hardy. La convergencia de dos
Babat
Betjman
Proust
George Painter. Biografía de Proust
Pepys
Alice Munro
Rose Tremain
Kazuo Ishiguro
Beckett
Nabokov
Philip Roth. Lamento de Portnoy
Mary Renault
Denton Welch
Isherwood
Balzac
Turguéniev
Jane Austen
Dostoievski
Lord David Cecil
Anthony Trollope
Shakespeare. El rey Lear (Cordelia)
Swift
Oscar Wilde. La importancia de llamarse Ernesto (Lady Bracknell)
Emily Dickinson
Noel Coward
Laurence Sterne. Tristam Shandy
Hojas de un diario en Highland.- Victoria
La historia de un rey.- Eduardo, duque de Windsor